Los años doble cero: Otra década pérdida

Author: 
Roberto Bissio, Coordinador, Secretariado Internacional de Social Watch

Así cómo nos referimos a “los ochenta” o a “los noventa” para designar a las últimas décadas del siglo pasado, ¿cómo habremos de bautizar a la primera década del nuevo siglo?

Si se la mide por sus logros, esta década inaugural del tercer milenio, que se inició con el optimismo universal del año 2000, tal vez debería conocerse como la “década doble cero”, porque sus resultados han sido, precisamente: “nada de nada”.

Los “años doble cero” se iniciaron políticamente con la Declaración del Milenio en la que más de cien presidentes, monarcas y primeros ministros del mundo entero formularon un compromiso solemne: “No escatimaremos esfuerzos para liberar a nuestros semejantes, hombres, mujeres y niños, de las condiciones abyectas y deshumanizadoras de la pobreza extrema, a la que en la actualidad están sometidos más de mil millones de seres humanos.” El primero de los Objetivos de Desarrollo del Milenio (ODM) prometió en consecuencia reducir esa cifra a la mitad para 2015. Desde entonces los ODM se han vuelto la referencia obligada de la comunidad internacional.

Sin embargo, en septiembre de 2008 ministros de todo el mundo reunidos en Accra, Ghana, para evaluar al eficacia de la ayuda, constataron oficialmente que “existen 1.400 millones de personas – mujeres y niñas en su mayoría – que aún viven en la pobreza extrema…” y en enero de 2010 el Banco Mundial anunció que “se estima que, debido a la crisis, 64 millones más de personas estarán viviendo en la pobreza extrema a fines de 2010”.

Tenemos, entonces, en 2010 unas 1.500 millones de personas en la pobreza extrema (las 1.400 de 2008, más 64 millones que se agregaron debido a la crisis de 2009). La promesa de reducir la pobreza a la mitad parece casi imposible de cumplir en los cinco años que quedan. De hecho, según el informe del secretario general de las Naciones Unidas, la cantidad de personas por debajo de la línea de pobreza de un dólar diario “aumentó en 92 millones en África subsahariana y en 8 millones en Asia Occidental durante el período 1990 a 2005”.

El octavo y último de los ODM llamaba a establecer “alianzas mundiales” en torno al comercio, la ayuda, la cancelación de la deuda y la transferencia de tecnología para hacer posible que los países en desarrollo alcanzaran los otros siete objetivos en temas como salud, educación y saneamiento.

El balance del octavo ODM es desalentador. Si bien se han logrado módicos avances en la cancelación de la deuda externa bilateral y multilateral de algunos de los países menos avanzados, aún queda mucho por hacer para alivianar la carga de la deuda externa sobre los pobres. En el área del comercio no se ha dado paso alguno. En septiembre de 2001 comenzó en Doha, Qatar, la llamada “ronda del desarrollo” de negociaciones comerciales. Su componente pro desarrollo es insignificante y aun así está todavía lejos de ser concluida. La transferencia de tecnología se ha vuelto aún más costosa debido a la aplicación estricta de las normas de propiedad intelectual. La ayuda al desarrollo no ha aumentado. En 1992 ascendía a 0,44 por ciento de los ingresos de los países donantes y en 2008 al 0,43 por ciento.
La falta de avances hacia los Objetivos del Milenio es el resultado de combinar el no cumplimiento de los países desarrollados de su parte de las obligaciones, por un lado, y la distribución desigual de los recursos en los países en desarrollo, por otro.

En su informe a la Asamblea General sobre los ODM, Ban Ki-moon, secretario general de Naciones Unidas, reconoce que “no se ha hecho todo lo necesario en materia de financiación, servicios públicos y apoyo técnico” y esta omisión se vio “agravada por la crisis alimentaria y la crisis económica mundiales y por el fracaso de diversas políticas y programas de desarrollo”. Durante los “años cero cero”, muchos países en desarrollo experimentaron niveles elevados de crecimiento económico, pero la reducción de la pobreza y la creación de empleo no estuvieron a la par de este crecimiento. Es así que “la mejora de las condiciones de vida de los pobres ha sido inaceptablemente lenta y, además, las crisis están erosionando algunos beneficios que costó mucho obtener”.

“Si los pobres fueran un banco, ya los habrían rescatado”, comentan muchos con ironía al comparar la suma adicional requerida para cumplir con los ODM (unos 100 mil millones de dólares al año) con los billones de dólares desembolsados en los últimos meses en los países ricos para rescatar a los bancos en quiebra e intentar estimular las alicaídas economías.

La idea no es tan descabellada. El informe 2009 de la red no gubernamental Social Watch demuestra que invertir en los pobres a través de servicios sociales o incluso por medio de transferencias monetarias directas constituye un mejor paquete de estímulos que subsidiar a quienes ya son ricos. La causa de esta correspondencia entre los imperativos éticos y la sensatez económica es sencilla; en épocas de crisis las personas acomodadas ahorran cuanto pueden y la aversión al riesgo desalienta a los inversores, mientras que lo único que pueden hacer quienes viven en la pobreza es gastar el apoyo que reciben... y así generan un círculo virtuoso.

No obstante, en la práctica, los menos privilegiados tanto en países ricos como pobres sufren las consecuencias directas de la crisis en la pérdida de sus empleos, ahorros e incluso viviendas, y además se les exige que paguen la deuda generada por los rescates y los paquetes estímulo por medio de impuestos más elevados y la reducción de salarios y beneficios sociales.

En tal contexto, “más de lo mismo” no es la solución. Mayor asistencia monetaria y mejores condiciones comerciales para los países en desarrollo constituyen un imperativo ético, ahora más que nunca. Pero, para confrontar los drásticos impactos sociales y ambientales de las múltiples crisis, hay que ir más allá. Al comenzar los preparativos hacia la conferencia cumbre sobre los ODM que se realizará en Nueva York el próximo septiembre, Social Watch propone “comenzar a trabajar en pos de un programa integral de justicia”.

Tal programa debería incluir:

Justicia climática (o sea, reconocer la “deuda climática”, invertir en tecnologías limpias y en la promoción de “economías verdes” que generen empleos decentes);

Justicia financiera, económica y fiscal (o sea que el sector financiero pague la crisis que generó por medio de un impuesto a las transacciones financieras, se reglamenten la especulación y los paraísos fiscales y se revierta la ‘carrera hacia abajo’ de las políticas impositivas, que recorta servicios sociales para atraer inversores);

Justicia social y de género (cumplir con los ODM, promover la igualdad de género, los servicios sociales básicos universales y “dignidad para todos”) y finalmente…

Justicia lisa y llana, con jueces y tribunales eficaces para exigir el cumplimiento de los derechos sociales fundamentales.

En épocas de crisis sin precedentes, es necesario que los líderes tengan el coraje de ser audaces e innovadores. Hace diez años la Declaración del Milenio prometía “un mundo más pacífico, más próspero y más justo”. Es hora de que estas promesas dejen de sumar cero.