Coronavirus: No digan que nadie avisó

El mensaje no pudo haber sido más claro: “Nos enfrentamos a la amenaza muy real de una pandemia fulminante, sumamente mortífera, provocada por un patógeno respiratorio que podría matar de 50 a 80 millones de personas y liquidar casi 5% de la economía mundial. Una pandemia mundial de esa escala sería una catástrofe y desencadenaría caos, inestabilidad e inseguridad generalizadas”.

Este vaticinio fue publicado en setiembre de 2019, varios meses antes de la identificación del primer paciente de Covid-19, por Gro Harlem Bruntland, ex primera ministra de Noruega y ex directora general de la Organización Mundial de la Salud (OMS), y por Elhadj As Sy, secretario general de la Cruz Roja Internacional, como copresidentes de la Junta de Vigilancia Mundial de la Preparación ante Crisis Sanitarias. El informe de la Junta titulado Un mundo en peligro fue terminante: “El mundo no está preparado”.*

La Junta fue convocada por la OMS y el Banco Mundial en 2018 “para prepararse ante las emergencias sanitarias de ámbito mundial y mitigar sus efectos” a partir de la experiencia de la epidemia de ébola de 2014-2016.

La necesidad de prepararse para una pandemia catastrófica inminente no surgió de una bola de cristal, sino del análisis de “una combinación de tendencias mundiales” entre las que se destacan “la inseguridad y los fenómenos meteorológicos extremos” derivados del cambio climático. Entre los “factores amplificadores del riesgo” figuran “el crecimiento demográfico y las consiguientes tensiones sobre el medioambiente, el cambio climático, la densa urbanización, los incrementos exponenciales de los viajes internacionales y la migración, ya sea forzada o voluntaria”.

La Junta concluye que “el mundo necesita [...] detectar y controlar posibles brotes epidemiológicos”. Pero el análisis de las recomendaciones de grupos y comisiones de alto nivel anteriores establecidos tras la pandemia de gripe H1N1 de 2009 y el brote de ébola demuestra que “las recomendaciones se aplicaron de forma deficiente, o no se aplicaron en absoluto”, dando lugar a un ciclo de pánico y abandono: “En las pandemias: prodigamos esfuerzos cuando surge una amenaza grave y nos olvidamos rápidamente cuando la amenaza remite”.

Entre 2011 y 2018, la OMS realizó un seguimiento de 1.483 brotes epidémicos en 172 países. La Junta observa que “enfermedades potencialmente epidémicas como la gripe, el síndrome respiratorio agudo severo (SARS), el síndrome respiratorio de Oriente Medio (MERS), el ébola, el zika, la peste o la fiebre amarilla, entre otras, presagian una nueva era marcada por una mayor frecuencia en la aparición de brotes de consecuencias nefastas y propagación potencialmente rápida, cada vez más difíciles de gestionar”. En este contexto, la previsión era que los pobres sufrirían más, porque quienes “no cuentan con sistemas básicos de atención primaria de salud, servicios sanitarios públicos, infraestructuras sanitarias y mecanismos de control de las infecciones afrontan las peores consecuencias en términos de muertes, desplazamientos y devastación económica”.

Este énfasis en los servicios públicos de salud llama particularmente la atención si se recuerda que tanto el Banco Mundial –coauspiciante de la Junta– como la Fundación Gates, representada en la Junta por el doctor Chris Elias, presidente del Programa de Desarrollo Mundial, han sido activos defensores de las asociaciones público-privadas en la salud (APP) y han combatido los servicios públicos universales prefiriendo, en cambio, la atención focalizada en los más pobres y en enfermedades específicas, como el paludismo o el ébola, pero a costa del desmantelamiento de sistemas de salud genéricos. La influencia de la Fundación Gates sobre las políticas globales de salud es enorme. Gates es el segundo mayor contribuyente a la OMS (después de Estados Unidos) y el principal financiador de “alianzas” para la salud, como Gavi, focalizada en la vacunación.

En uno de los pocos estudios disponibles sobre el rol de este “filantrocapitalismo” en la salud, Nicoletta Dentico, de Health Innovation in Practice, y Karolin Seitz, del Global Policy Forum, concluyeron que “la visión productivista y de libre mercado que guía a los protagonistas del sector filantrópico ha ayudado a configurar una nueva cultura política en estos ámbitos”, caracterizada por “ausencia de mecanismos de rendición de cuentas; modelo de asociaciones público-privados (APP); deterioro constante del sector público y de la responsabilidad de los gobiernos en la prestación de bienes y servicios públicos; y falta de transparencia”.

Con admirable sentido autocrítico, la propia Junta reconocía en setiembre que “las entidades que financian y apoyan los programas de los países, como el Fondo Mundial de Lucha contra el Sida, la Tuberculosis y la Malaria y la Gavi, no incluyen de forma explícita la prevención y la preparación para ampliar la seguridad sanitaria”.

La Junta recomienda especialmente que se incluya a las mujeres en la toma de decisiones, “ya que la mayoría de cuidadores, tanto formales como informales, son mujeres” y la participación de la comunidad es algo que “brilla por su ausencia en todos los aspectos de la planificación de la preparación y la respuesta a nivel nacional”.

El Banco Mundial estimaba que una pandemia de gripe mundial de una escala y virulencia parecidas a la que tuvo lugar en 1918 (con la cual se suele comparar la pandemia de Covid-19) supondría un costo de tres billones de dólares para la economía moderna, o lo que es lo mismo, 4,8% del Producto Interno Bruto (PIB); incluso una pandemia de gripe de una virulencia moderada tendría un costo equivalente a 2,2% del PIB.

Frente a tal amenaza económica, se estimaba que hubiera hecho falta que cada país invirtiera entre uno y dos dólares por persona al año para conseguir “un nivel aceptable de preparación ante una pandemia”. Según la Junta, “una inversión anual de 1.900 a 3.400 millones de dólares para fortalecer los sistemas de salud humana y animal arrojaría un beneficio público mundial estimado de más de 30 billones de dólares al año, lo que constituye un retorno de la inversión de diez a uno”. Pero esta inversión no se realizó.

Ya declarada la epidemia de Covid-19, a principios de febrero la OMS solicitó 676 millones de dólares a desembolsar entre marzo y abril para frenar la propagación del nuevo virus y apoyar a los países con sistemas de salud más débiles. Recibió apenas 15 millones por parte del Fondo Central de Respuesta a Emergencias de la Organización de las Naciones Unidas. Como esto está lejos de ser suficiente, la OMS, junto con la Fundación de las Naciones Unidas, creó el Fondo de Respuesta Solidaria Covid-19, una página web que recoge donaciones individuales de 25 dólares como mínimo.

Mientras tanto, el Banco Mundial anunció un primer paquete de medidas de 12.000 millones de dólares contra la Covid-19, destinados principalmente a fortalecer los sistemas de salud y apoyar al sector privado para hacer frente a las consecuencias económicas de la crisis. El Fondo Monetario Internacional, por su parte, ha anunciado que proporcionará hasta 50.000 millones de dólares en fondos de emergencia a países de bajos y medianos ingresos.

Tales fondos distan de ser impresionantes, si se recuerda que un solo país, Argentina, recibió 45.000 millones de dólares el año pasado en un fallido intento de contener el colapso económico. Y, además, como demuestra un análisis de la Conferencia de las Naciones Unidas sobre Comercio y Desarrollo, en 2018 la deuda total (pública y privada) de los países en desarrollo ya era el doble de su producto interno bruto, un máximo histórico.

La falta de previsión ante la pandemia anunciada está obligando a los gobiernos de todo el mundo a recurrir a medidas sanitarias extremas e innovadoras. La crisis de la deuda que se avecina también reclama desde ahora previsión, liderazgo e innovación. Y no valdrá decir que no hubo aviso.

Roberto Bissio es coordinador de la red mundial Social Watch.

Nota:

* El informe completo está disponible, en español, en ladiaria.com.uy/U1O.