Un «desarrollo» muy vulnerable

Publication_year: 
1997
Nea Filgueira
CIEDUR; Cotidiano Mujer; GRECMU; IPRU; ITeM; SERPAJ

Uruguay ha presentado una situación altamente privilegiada desde el primer informe de Desarrollo Humano, realizado por el PNUD (UNDP) y según el IDH (Indice de Desarrollo Humano) construido a ese efecto. Ocupa desde entonces las primeras posiciones entre los países en desarrollo y el primer lugar en América Latina. Esa posición de relativa ventaja en el contexto internacional, no puede desestimarse aunque el IDH general pueda sufrir variaciones -tal como se observa en el Cuadro 1- al tomar en cuenta otros datos (disparidad entre los sexos, porcentaje del ingreso total que capta el 20% más pobre).

Cuadro 1.

Indices de Desarrollo Humano (IDH) - (Circa 1994) (1)


  IDH prom. disp.

por sexo

ajustado

por sexo

ajustado por

ingr. (a)

ajustado por

ingr. (b)

Total país 0,859 79,9 0,686 0,625 0,725
Total país (recálculo) 0,848 79,9 0,678 0,613 0,714
Montevideo 0,859 79,85 0,686 0,626 0,731
Interior urbano 0,84 77,25 0,649 0,622 0,723


Fuente: A partir de datos elaborados por Fernández, M. y Fernández, A.

"El Indice de Desarrollo Humano: un análisis crítico", en "Salario, Pobreza y

Desarrollo Humano en el Uruguay", CLAEH-PNUD, Montevideo, 1995.

(1) Para el recálculo y los ajustes, se utilizaron datos de años próximos a 1994:

1991 para ingreso, 1993 para disparidad entre sexos.

(a) Se tomó la distribución del ingreso según la relación 20% de hogares

más pobres/20% de hogares más ricos.

(b) Se tomó la distribución del ingreso según el Indice Gini (G).

En el mismo sentido, el país presenta indicadores iguales o superiores a las metas establecidas por la Cumbre Mundial de Desarrollo Social para el año 2000 -y aún para años posteriores-, en materia de alfabetización, educación, saneamiento, acceso a agua potable, tasas de mortalidad infantil y materna, infraestructura básica, seguridad alimentaria.

Desde otro ángulo, la «sensación térmica» de buena parte de la ciudadanía, no condice con lo que reflejan aquellos índices, ni con el «valor de verdad» que le han atribuido tanto la ayuda al desarrollo de los países ricos, como las agencias multilaterales que la realizan. Es el retroceso ocurrido en este último cuarto de siglo, en las condiciones de vida de buena parte de la población -menor acceso a servicios básicos, vivienda, beneficios sociales, subsidios familiares, empleo, etc.-, el que justifica la falta de consenso; mientras esos índices son, para algunos, indicadores adecuados del grado de avance de la sociedad actual, otros los desestiman por oscurecer los retrocesos operados en el largo plazo. Ciertamente, en el caso de Uruguay, parecería más pertinente interpretar ese valor de IDH, en mayor medida, como el resultado de la acumulación histórica que en materia de desarrollo humano se había logrado hacia principios de los '70, que como un avance actual en relación con situaciones pretéritas.

La pobreza y desigualdad de hoy

En el marco de una crisis de tipo estructural que, con altibajos, se prolongó hasta mediados de la década de los '80, la pobreza creció en Uruguay a niveles no conocidos desde la primera mitad del siglo. En 1985, luego de los doce años de dictadura, el país presentaba indicadores que apuntaban hacia un aumento de la desigualdad a través de la pérdida de calidad de vida de importantes conjuntos de población: crisis económica, alta inflación, mayor concentración del ingreso, cerca de un quinto de la población en situaciones de pobreza, disminución de los empleos más protegidos, aumento de la informalidad, desempleo que superaba los niveles históricos, deterioro de los salarios.

A partir de 1986 dos indicadores de pobreza empiezan a mostrar cierta recuperación, aunque sucesivos ajustes producen retrocesos periódicos hasta la actualidad. Por un lado, el incremento del salario real ha permitido compensar -aunque sólo en parte- la importante pérdida de hace dos décadas (en 1985 en Montevideo, el salario real medio del sector privado representaba el 65% de su valor más alto logrado en 1971 y en 1995 había alcanzado el 86% de ese máximo); por otro lado, desde 1989, una mejora en el ingreso de los hogares, especialmente en los más vulnerables (que tampoco alcanzó para compensar el deterioro previo) aunque su continuidad no está asegurada. Entre 1995 y 1996 el ingreso medio de los hogares mostró una tasa de crecimiento negativa. Dado que esas mejorías han ido acompañadas por fluctuaciones en la concentración del ingreso, más que disminución, se puede estimar que son los sectores medios los que vuelven a experimentar retrocesos que mantienen en la vulnerabilidad a un número bastante importante de hogares.

Esa relativa recuperación ha permitido que descienda el porcentaje de hogares bajo la línea de pobreza -independientemente del método de cálculo utilizado- en forma sostenida desde 1989 hasta la fecha. Según Melgar, A. (1995), entre 1989 y 1993, en Montevideo los hogares pobres disminuyeron como porcentaje del total, de un 16,8% a un 9,9% y en el interior urbano, de un 22,8% a un 19,4%, tomando en cuenta el ingreso per capita de los mismos. Esos porcentajes abarcan un conjunto más amplio de personas, dada la composición de esos hogares: en Montevideo, los hogares pobres, abarcan al 14,6% de la población del departamento; y al 29,2% en el interior urbano, cantidades nada desdeñables, como medida de desigualdad socioeconómica.

Son otras características asociadas con la pobreza, las que sirven para advertir los desafíos que se plantean para el logro de un desarrollo autosostenible y equitativo. Los hogares pobres y muy vulnerables tienen un alto porcentaje de personas jóvenes, presentando una distribución por edades bastante diferente a la que caracteriza al conjunto de la población. Aunque sus índices de masculinidad se aproximan a 100, lo que indicaría una paridad entre los sexos, los hogares indigentes o pobres con jefatura femenina se encuentran sobrerrepresentados en el conjunto; y son un porcentaje tres veces mayor del total de hogares con jefatura femenina, que el que corresponde a los hogares pobres con jefatura masculina. Datos desactualizados (de 1986) indicaban que las mujeres que no habían terminado primaria y que habían tenido uno o más hijos antes de los 18 años -la mayoría de las cuales pertenecen a hogares pobres y vulnerables-, tenían un promedio de 4,1 hijos (en tanto las que tenían educación universitaria tenían 1,4 en promedio). Así, la relación entre perceptores de ingresos y dependientes es más desfavorable en los sectores pobres, como consecuencia del mayor número de hijos.

La sobrerrepresentación de hogares en las primeras etapas del ciclo de vida familiar y las diferencias de fecundidad entre estratos, se refleja en un número desproporcionado del total de niños. En cambio, en los hogares no vulnerables están sobrerrepresentadas los grupos de edad más altos; es la acumulación de recursos materiales y beneficios de retiro realizada por estos grupos previamente, la que ha impedido que conjuntos importantes de los adultos mayores caigan en la pobreza; mientras que en los últimos dos años, las remuneraciones de las personas retiradas han contribuido a compensar la caída de los salarios en los grupos vulnerables, manteniendo el ingreso de muchos hogares por encima de la línea de pobreza (hace tres años una iniciativa ciudadana obligó -mediante referéndum- a actualizar las pasividades a su valor real y a protegerlas constitucionalmente de la depreciación).

La sobrerrepresentación de los jóvenes también permite inferir mayores grados de vulnerabilidad en idénticos grupos de edad de los sectores de ingresos más próximos a la línea de pobreza, lo que podría facilitar la reproducción de la misma en el largo plazo. En forma complementaria, la información indica que la vulnerabilidad socioeconómica también se asocia con la presencia de niños: los hogares con tres y más niños son un porcentaje importante de los que se encuentran bajo la línea de pobreza (21,8% en Montevideo y 34% en el interior urbano), siendo reducidísimo el porcentaje de hogares con esa cantidad de niños en las restantes categorías de ingresos (2,8% en Montevideo y 1,4% en el interior, para el conjunto de los hogares no vulnerables).

Cuadro 2.

Porcentaje de hogares por líneas de pobreza (1994-95)


Hogares Montevideo Interior urbano
  sin niños con niños sin niños con niños
Total 61 39 55,8 44,2
Pobres 23,5 76,5 20 80
Muy vulnerables 41,6 68,4 33,5 66,5
Vulnerables 56,4 43,6 47,1 52,9
No vulnerables 74,7 25,3 77 23
20%más rico 81,1 18,9 85,1 14,9

Fuente: "Cuantificación de la pobreza por el método del ingreso para Uruguay urbano", INE, Montevideo, 1996.

El Cuadro 2 muestra la desigual distribución de los hogares con y sin niños a cargo, al tomar en cuenta distintos grados de vulnerabilidad socioeconómica: el 74,7% en Montevideo y el 77% en el interior de los hogares no vulnerables, no tienen niños. Además, permite inferir la existencia de una problemática específica referida a la reproducción: pautas de fecundidad muy diferente entre estratos, que son las que provocan otras desigualdades que afectan a la mayoría de los niños -y sus madres- concentrados en los sectores vulnerables o pobres. Datos de diez años atrás indicaban que el 4% de todos los escolares de primer año del país tenían un retraso importante en la relación talla/edad y el 16% un retraso leve, indicando algún grado de desnutrición en un quinto del total de niños; mientras que los hijos de madres con muy bajo nivel educativo superaban esos promedios. Datos de 1975, ya mostraban las cargas superiores, referidas a la crianza, en las madres con menor nivel educativo, en relación con las restantes.

Cuadro 3.

Porcentaje de menores de 14 años en el quintil más pobre


  Montevideo Interior urbano
1983 40,7 38,2
1989 40,7 41,7
1993 43,8 48,3

Fuente: Melgar, A., "Pobreza y distribución del ingreso:

la evolución reciente", en "Salario, Pobreza y Desarrollo

Humano en el Uruguay", CLAEH-PNUD, Montevideo, 1995.

De modo que la situación de la infancia en el país está fuertemente marcada por las circunstancia de vivir en la pobreza. La tendencia a la sobrerrepresentación de los niños y adolescentes, parece consolidarse en la actualidad de acuerdo con lo que muestra el Cuadro 3. Tomando como base el año 1983, se observa que se ha incrementado en forma constante el porcentaje de menores de 14 años que pertenece al conjunto de hogares de menores ingresos, tanto en Montevideo, como en el interior urbano. Situación que adquiere mayor dimensión si se consideran los hogares según distintos niveles de vulnerabilidad calculados por el INE (op. cit.): en 1995 en Montevideo, sólo el 34,6% de los menores de 14 años integraba hogares no vulnerables (y menos aún en el interior urbano: 20,3%).

Dada la «acumulación histórica» de infraestructura básica, las carencias más agudas de los sectores pobres y muy vulnerables parecen ubicarse, fundamentalmente, en sus mayores dificultades para acceder al empleo, la salud y la vivienda (incluyendo los servicios básicos tales como luz eléctrica, instalación de agua potable, alumbrado público, acceso a ciertos servicios). En materia de vivienda, el stock nacional constituido tempranamente presenta importantes deterioros, en tanto ha existido una carencia crónica de viviendas para los sectores populares: según estimaciones del Ministerio de Vivienda, para el año 2000 el déficit alcanzaría a las ciento veinte mil viviendas, de no construirse ninguna hasta entonces.

Como una expresión del cambio en las políticas redistributivas, a mediados de los '70 sucesivas leyes y decretos liberalizaron el mercado de los alquileres y facilitaron el encarecimiento de las viviendas en barrios céntricos y costeros, con alta cobertura de servicios. En Montevideo, ello produjo el desplazamiento y la segregación geográfica de los grupos más afectados por las políticas económicas, la recesión y el desempleo y mantuvo la segregación en ciudades del interior afectadas por una carencia crónica de viviendas adecuadas para los sectores más pobres. El Censo de población realizado en 1996 indica que en diez años la población de los barrios de Montevideo habitados mayoritariamente por estratos medios asalariados descendió un 11%; se mantuvo estable la población de la zona costera en donde se concentran los sectores de más altos ingresos; y en cambio, sólo crecieron las zonas periféricas en las que se ubican la mayoría de los asentamientos precarios, yendo de un 10% de incremento en barrios «antiguos» a un 70% en zonas semi-rurales de ocupación más reciente.

El desplazamiento hacia las periferias urbanas y el incremento de población en asentamientos precarios no se ha detenido aún, lo que ha producido efectos permanentes en la fisonomía de las ciudades y en las condiciones de vida de los sectores menos privilegiados, aumentando la desigualdad en varios sentidos (precariedad de las viviendas, menor acceso a infraestructura básica, a otros servicios y a las zonas donde se ubican fuentes de empleo; y especialmente, altos niveles de inseguridad pública). Esta realidad señala la necesidad de construir otras categorías que puedan medir el complejo fenómeno de la pobreza y la vulnerabilidad, más allá de las referidas a los ingresos o las necesidades básicas.

En cuanto al trabajo de mercado, dos elementos se combinan para producir tasas más altas de desocupación y de empleo con limitaciones en los sectores pobres: la concentración de población joven y los niveles educativos inferiores a la media, que los caracteriza. Por un lado, siendo que las tasas de desocupación juvenil en el país son bastante más altas que las promedio, la sobrerrepresentación de los jóvenes entre los sectores pobres contribuye a generar tasas de desocupación más altas aún; mientras que la mayor desventaja en materia de educación podría estar explicando otra parte de esa tasa superior. En 1993, la media de desempleo abierto era de 8% en Montevideo y 7,8% en el interior urbano; pero las tasas que le correspondían al quintil de menores ingresos eran 15,5% y 14,5% respectivamente. Dado que en este año el desempleo promedio ronda el 13%, es posible que aquellas tasas se hayan incrementado e incluso contribuido a producir un aumento de los hogares pobres.

Por otro lado, el empleo con limitaciones o restricciones también es una características de los sectores pobres o más vulnerables. La alta incidencia del subempleo, del trabajo precario y de actividades propias del servicio doméstico entre ellos, supone, por definición, mayores porcentajes de trabajadores/as con restricciones que la media urbana, la que se situaba en alrededor del 26% en 1994. En especial en el caso de las mujeres de esos sectores, dado que su fuente principal de trabajo es el servicio doméstico y casi todas ellas participan de restricciones que suponen además, importantes formas de desprotección. A la informalidad propia de ese tipo de trabajo, debe sumarse el hecho de que tienen un régimen de seguridad social inferior al de los restantes trabajadores.

Por último, las mujeres experimentan formas específicas de vulnerabilidad. La precariedad de las viviendas, la inseguridad pública y el hacinamiento, señalan riesgos, en particular para las niñas y adolescentes, en todo lo que se relaciona con acoso, abuso y explotación sexual. A pesar de los indicios que existen acerca de la existencia de un porcentaje muy superior a la media -denunciada- de abusos sexuales que derivan en embarazos, ni los servicios de salud, ni los educativos, desarrollan tareas de prevención específicas en esos sectores y para esos grupos de edad.

La vulnerabilidad de las madres con algún hijo pequeño -más aún si son jefas de hogar- se incrementa en esos sectores, en especial en cuanto a la posibilidad de lograr una ocupación. A las dificultades que caracterizan a ese sector de población para acceder al trabajo remunerado, se sumaría la ausencia de servicios públicos suficientes destinados a atender a la primera infancia. Según un informe de UNICEF de 1992, los establecimientos de educación inicial (0 a 5 años), en los barrios con 25% y más de hogares con NBI, sólo atienden -en el mejor de los casos- al 20% de los niños en esas edades.

Acceso a recursos y oportunidades económicas

Los salarios y el empleo han sido de las principales variables de ajuste utilizadas por las políticas macroeconómicas. También lo son para definir el riesgo de caer en la pobreza, dado que no existen formas de relaciones económicas diferentes a las de mercado. Fue la necesidad de recomponer el ingreso del hogar lo que hizo aumentar el número de perceptores de ingresos en las sectores asalariados, contribuyendo a la incorporación de mujeres y jóvenes al mercado de empleo.

En consonancia con las nuevas políticas referidas al empleo, han dejado de realizarse las negociaciones colectivas por ramas de actividad, a través de la convocatoria estatal a Consejos de Salarios (con representación de empresarios, sindicatos y el Estado), y han sido trasladadas a nivel de las empresas, disminuyendo la capacidad de negociación de los asalariados y las posibilidades reales de sindicalización (hecho que afecta a buena parte de la fuerza de trabajo femenina, que está ocupada en empresas pequeñas o sin organización sindical que las respalde).

La reconversión productiva ha cerrado hasta ahora, más fuentes de empleo de las que ha abierto, especialmente en los sectores más protegidos del trabajo; y como consecuencia, ha aumentado el porcentaje de los trabajos con restricciones que en 1995 alcanzaban a casi un tercio de la PEA (proporción que aumenta aún más si se le suman los trabajadores en empresas que tienen menos de cinco empleados). El empleo en las manufacturas ha descendido su participación en el total y las nuevas fuentes de empleo son preferentemente, las agroindustrias, la forestación, el turismo y ciertos servicios al consumo, la mayoría de las cuales tiene como característica la zafralidad y condiciones laborales deficientes; además del incremento del trabajo por cuenta propia y las microempresas.

Algunas de estas nuevas fuentes de trabajo parecen preferir el reclutamiento de mujeres y jóvenes -y en algunos casos mujeres con sus hijos- para la realización de tareas intensivas en mano de obra, que requieren ciertas habilidades y cualidades. También se estaría dando cierta sustitución de mujeres adultas por jóvenes de ambos sexos, en alguna de ellas. Ha aparecido información testimonial sobre agroindustrias y empresas forestales que aprovecharían la mano de obra infantil que pueden proporcionar las mujeres que emplean, para trabajos de limpieza. Novedades que plantean necesidades específicas en cuanto a la forma en que se está relevando la información referida a la actividad económica, para captar la posible existencia de una fuerza de trabajo infantil, a pesar de la legislación protectora al respecto.

Las tasas de actividad femenina se han venido incrementando en forma sostenida desde hace veinte años (actualmente, alrededor del 45% de las mayores de 14 años), coincidiendo con el deterioro de los salarios y del ingreso de los hogares; mientras que la de los hombres ha descendido levemente desde entonces. En Montevideo y en edades centrales, esas tasas femeninas han alcanzado al 70% de ciertos tramos de edad, notándose que los incrementos más pronunciados se encuentran entre las mujeres casadas. Sigue concentrándose en los sectores de servicios alrededor del 60% de las mujeres ocupadas.

Esa mayor participación no ha significado ganancias de otro tipo, ya que se mantienen las formas de discriminación que han sido descritas en otros contextos: la incidencia del trabajo a tiempo parcial, a destajo, zafral y precario, es mayor entre las mujeres que entre los hombres; siguen estando en mayor proporción en puestos de bajo nivel jerárquico; presentan tasas más altas de desempleo (alrededor del 55% del total de desempleados son mujeres).

Esa mayor participación de las mujeres en el mercado de trabajo, en el marco de más restricciones en los hogares para mantener sus condiciones de vida y dado el deterioro de los servicios estatales, no significó una disminución de sus cargas domésticas; es más, el incremento de la población mayor de 65 años, puede estar significando un aumento del trabajo de las mujeres adultas para atender a esa población; en tanto que los servicios no se han adaptado a las nuevas demandas que se generan por esos altos niveles de participación laboral.

Pero donde resulta más notoria esa discriminación es en relación con las remuneraciones: mientras el valor hora promedio de los hombres es de 80, el de las mujeres es 59,7. A pesar de que las mujeres tienen en promedio más años de educación que los hombres y que las mujeres con más educación están altamente sobrerrepresentadas en la PEA, la relación más desfavorable entre los ingresos femeninos y masculinos se da en la categoría de profesionales y gerentes (55,1% del ingreso de los hombres), mientras que la más favorable corresponde a los empleos de oficina (80% del ingreso masculino promedio). Por último, recién en el correr de este año fue reglamentada la ley de igualdad de oportunidades en el trabajo, sancionada en 1989, revelando la poca atención que ha merecido ese tipo de discriminaciones en las agendas gubernamentales de los últimos años.

Las políticas sociales destinadas a compensar los efectos del ajuste estructural

Los distintos elencos gubernamentales han mantenido una alta coherencia en la orientación económica y han avanzado en la reforma del Estado, desestimando medidas redistributivas y recurriendo al crédito o la deuda pública para atenuar los costos de los ajustes. En esos elencos predomina una preocupación por ubicar al país en el contexto regional (Mercosur) e internacional, en forma competitiva, en la suposición de que la reconversión productiva y la reforma del Estado harán posible el logro de mayores niveles de prosperidad, que permitirán superar las situaciones de exclusión o marginación que hoy se dan.

La información sobre gastos e inversiones, o préstamos obtenidos, es poco desagregada e insuficiente; lo que hace difícil evaluar la atención prestada -vía los recursos asignados- a las políticas sociales destinadas a los sectores más afectados por la orientación económica predominante. Se advierte que el país carece de políticas de estado abarcadoras y de largo plazo, en más de un aspecto, como para garantizar mejores niveles de integración o de equidad; así como se advierten dificultades para lograr la implementación de programas y proyectos con objetivos similares. Los pocos avances en materia de políticas focalizadas, se han producido muy recientemente, siendo que, con anterioridad, las medidas de tipo asistencial habían sido casi las únicas.

A casi dos años de haberse creado el programa Fortalecimiento del Area Social (FAS) que se financia básicamente con créditos del BID, la mayoría de las oficinas del programa parecen estar aún en las etapas de diagnóstico y diseño y poseer alta autonomía para decidir acerca de los proyectos a implementar en sus correspondientes áreas. No se ha brindado información acerca de las definiciones programáticas más generales -si existen- ni sobre los contenidos de los diferentes proyectos; y tampoco se poseen datos sobre cuáles de éstos alcanzaron la etapa de implementación, su cobertura, sus recursos.

Un órgano recientemente creado, denominado Gabinete Social e integrado por los ministros de las áreas sociales, parece destinado a oficiar más que nada, de coordinador entre áreas, dado que en la administración sigue predominando el criterio sectorial. Sin embargo y teniendo en cuenta su integración, quizás pudiera ser ése el órgano adecuado para definir una verdadera política de estado en este tipo de asuntos.

Otras dificultades para obtener resultados favorables de las medidas que se intentan implementar, parecen originarse en una estructura institucional del Estado, que superpone y multiplica en distintas unidades de gestión objetivos similares -si no idénticos- y que desconcentra la toma de decisiones sobre ciertos problemas en forma poco racional; del mismo modo, siguen predominando las unidades sectoriales desconectadas entre sí, que atienden al mismo conjunto de población. Quizás por ello al aparato del Estado le está resultando dificultoso pasar de los criterios universalistas a otros basados en la focalización, la descentralización, la integración de recursos humanos y materiales de múltiples fuentes, y además, incluir la participación de los propios involucrados -de acuerdo con las demandas de los organismos multilaterales-. Las políticas de subsidios y de redistribución mediante gastos sociales, suponían instituciones y marcos burocráticos que no se adaptan a las políticas focalizadas y destinadas a ser desarrolladas para un conjunto bien identificado de beneficiarios, durante períodos definidos.

En el caso de la infancia, se sabe que la pobreza -y vulnerabilidad- se concentran en un porcentaje muy importante de niños y adolescentes y que ése es el efecto acumulado de al menos dos décadas -por lo que podría estar constituyéndose en una característica estructural de la sociedad uruguaya-. El hecho de no haberle otorgado la prioridad gubernamental adecuada, oportunamente, implica ahora una acumulación social en sentido negativo, que costará revertir. Falta la definición, también en este caso, de una política de estado que permita comenzar a mejorar esa situación en una forma integral y duradera; y las iniciativas que han aparecido en los dos últimos años siguen siendo parciales.

La reciente implementación de una reforma en la educación pública señala el comienzo de una política educativa que generará efectos en el largo plazo; si bien la misma parece fomentar la selectividad del sistema de educación formal, también pone un énfasis especial en lograr una mayor equidad social y prevé -mediante un plan de largo plazo- universalizar la educación pública inicial (3 a 5 años) para que alcance a los sectores más vulnerables. La mayoría de los gobiernos departamentales, expandiendo sus competencias, han iniciado programas para la atención de la infancia carenciada, tales como comedores y guarderías, generalmente con apoyo de UNICEF; lo que revela los vacíos que existen en las áreas de la administración dedicadas a esos grupos de población. Mientras que en Montevideo hay un programa de educación inicial que abarca la atención integral -diurna- de ese tipo de niños, al no ser una función típica del municipio, supone gastos extraordinarios que dificultan el logro de una amplia cobertura. Además, existe una iniciativa para la creación de un Fondo Nacional para la Infancia -que supone un cambio de destino para fondos públicos ya existentes-, que aún está a discusión de una Comisión parlamentaria.

Dada la relativa consolidación de un sostenido proceso de exclusión y su concentración en las edades más jóvenes, esas iniciativas no parecen suficientes. Se necesita una política mucho más abarcadora y «de emergencia» que pueda, a partir de una definición programática global, integrar todos los recursos y medios dispersos, para la obtención de resultados en el menor plazo posible. El número total de niños que nace anualmente en el Uruguay -según ha hecho notar Pellegrino, A. en conversación informal- apenas alcanza al conjunto de nacidos en una sola maternidad pública de Caracas; se revela así una dimensión cuantitativa del problema bastante abarcable, de encontrarse la voluntad política y los caminos adecuados para ello.

Ocurre algo semejante con la situación de los jóvenes de sectores pobres y vulnerables, en edad de incorporarse al mercado de empleo. Si bien se encuentran más programas en implementación, su cobertura sigue siendo muy baja. Faltan, además, definiciones políticas de nivel más alto y la elaboración de un verdadero plan general con objetivos múltiples, si se desea impedir la reproducción de la marginalidad por parte de esos grupos de edad. Otra señal de descoordinación (y quizás de desaprovechamiento de recursos y capacidad instalada) sería el hecho de que, en un período en que aumentó la vulnerabilidad de conjuntos cada vez más importantes de jóvenes, se haya restringido la oferta de la enseñanza nocturna en el sistema público, que permitiría reciclarlos y mejorar sus oportunidades de trabajo.

En cuanto a las políticas destinadas a los sectores más vulnerables para el acceso a la vivienda, parece haberse retrocedido en relación con dos décadas atrás, cuando el Banco Hipotecario monopolizaba las políticas públicas al respecto, para distintos sectores de ingresos. Actualmente, al Ministerio de Viviendas, Ordenamiento Territorial y Medio Ambiente, le competen las políticas dirigidas a los sectores de bajos ingresos; las viviendas de interés social que construye suponen un módulo básico que los propios beneficiarios deberán ampliar por sí mismos y se concentran en zonas donde es muy bajo el costo de la tierra, muy alejadas de la mayoría de los servicios y fuentes de empleo.

Acerca de los objetivos destinados a promover una mayor equidad entre los géneros, también falta una política de estado que sirva para orientar las iniciativas sectoriales que se adoptan a nivel oficial. El Instituto de la Familia y la Mujer ha sido creado con un status que le impide gozar del nivel de toma de decisiones que sería necesario, al mismo tiempo que cuenta con escasísimos recursos para llevar adelante políticas abarcadoras al respecto. Durante este año se creó una Comisión Especial de Derechos de la Mujer, en el Ministerio de Cultura, que tiene como cometido revisar la normativa general y particular y realizar propuestas de actualización en esas materias. En ambos casos, parece depender de la voluntad política el que se logre concretar propuestas que puedan transformarse en políticas de largo plazo.

En procesos que implican ajuste estructural, reforma del Estado, cambio socioeconómico y productivo, que ocurren en plazos relativamente cortos, las políticas referidas al acceso a información, la transparencia en la gestión y la rendición de cuentas, se tornan más estratégicas que cuando las transformaciones son lentas. En el caso uruguayo, los importantes cambios ocurridos en las últimas décadas en cuanto al aumento y concentración de la pobreza, el constante incremento del embarazo adolescente, los diferenciales de fecundidad entre mujeres de distintos estratos, el aumento de los hijos «ilegítimos», los cambios en los patrones de nupcialidad y en la composición de los hogares y las familias, etc. ameritan la existencia y difusión de suficiente información oficial al respecto.

Al tratar de evaluar los resultados de las intervención del Estado -o su prescindencia- en los procesos de cambio, se advierten otro tipo de problemas. Falta una política de estado al respecto, como en los otros casos (lo que estaría indicando el nivel de retraso del Estado uruguayo en cuanto a su «modernización» y las dificultades que encuentran los gobiernos actuales para lograrlo). El Instituto Nacional de Estadísticas no es el órgano habilitado para establecerla y a pesar de sus esfuerzos para producir información adecuada y suficiente, se encuentra con límites importantes para lograrlo. No existe un sistema integrado de indicadores, que se produzca en forma continua y sobre una amplia gama de aspectos; se desaprovechan los múltiples registros que se llevan con otros propósitos en otras oficinas, en vez de mejorarlos e incorporarlos a un sistema único; en más de un caso, la producción de cierta información depende de la iniciativa de algún funcionario, con lo que aparecen series discontinuas en temas que requieren seguimiento.

A los vacíos parciales de información se agregan vacíos totales: falta desagregación por minorías raciales o discapacidades; no se releva información sobre la situación de la infancia en relación con el trabajo, el abandono, el maltrato, la explotación o el abuso sexuales; no se elabora información adecuada referida a explotación sexual de las mujeres (prostitución, «trata de blancas»), violencia sexual y violencia doméstica.

La gestión gubernamental y el modo en que los recursos públicos son utilizados, se conocen a través de los informes que se producen para los organismos técnicos de contralor gubernamental, que no son de fácil acceso. Es más, esa información aparece inadecuada para orientar las políticas sociales mismas, así como para lograr consensos amplios en estas materias que aseguren el involucramiento de distintos actores sociales. Los cambios socioeconómicos, las demandas de la sociedad civil, la ampliación de la ciudadanía, parecerían requerir rendiciones de cuentas desde el Estado, que las viejas estructuras tienen dificultades en proporcionar.

La distribución del gasto y la ayuda internacional

No parece sencillo hacer confluir las preocupaciones por los procesos que incrementan la desintegración social y las desigualdades, con aquéllas que hacen referencia a los procesos de ajuste estructural. Dado que unos parecen ir atados con los otros y nadie duda de que sin generación de riqueza es poco lo que puede hacerse (en eso parecería haber consenso), cabe preguntarse si el Uruguay -al igual que otros países- no está realizando un experimento «en el campo», tratando de compaginar ambas preocupaciones. ¿Las políticas sociales de nuevo cuño se adoptan a partir de fuertes convicciones al respecto o se deben en buena medida, a los compromisos externos que ha asumido el país y por lo tanto, el peso sigue estando en uno de los dos componentes que se mencionan como complementarios para el desarrollo humano? Si es posible entrever cuál es la postura que tendrá mayor confirmación en el futuro.

En esta encrucijada -y dado que uno de los principales nudos para el desarrollo productivo es el bajo nivel de inversión que puede lograrse en el país-, el apoyo de la ayuda multilateral y bilateral, parece ser crucial. Sin embargo, los valores de IDH que el Uruguay presenta no lo hacen elegible para muchos programas de ayuda multi o bilateral, por lo que recibe cada vez menos contribuciones externas destinadas a paliar la pobreza, disminuir la desigualdad o incentivar la participación ciudadana; lo que implica que la mayoría de lo que se recibe o utiliza con alguno de esos fines, genera más deuda. Por otra parte, la normativa uruguaya referida a la ayuda externa es complicada y está algo desactualizada; no es fácil saber a quién le corresponde la decisión acerca de ciertas ayudas, ni quién debe tomar la iniciativa dentro del propio Estado.

El menor acceso a recursos, la falta de una normativa adecuada, la falta de conocimiento suficiente para obtenerla, parecen generar dificultades para hacer de esa ayuda un componente importante en la atención a los problemas de desigualdad socioeconómica. Sin embargo, el Uruguay debería estar en condiciones de lograr diversificar las ayudas que recibe. Por ejemplo, en el compromiso del llamado «compacto 20/20», entre países en desarrollo y desarrollados se establece que los países en desarrollo deben dedicar un 20% de los recursos presupuestales a servicios sociales básicos, como condición para obtener un 20% para los mismos fines, del monto destinado a la cooperación en los países donantes. Sería interesante tratar de coordinar que la cooperación hacia Uruguay se ubique en el espíritu de ese compromiso; aunque el porcentaje del presupuesto del Estado para ese tipo de servicios, ha bajado mucho.

A pesar de ello, aún no se sabe quién o en que forma, va a instrumentar ese tipo de compromisos desde el Estado, permitiendo el desarrollo de ciertas políticas. Del mismo modo, hasta hoy, el compromiso asumido en Copenhague por el gobierno uruguayo, para elaborar y poner en ejecución un plan de erradicación de la pobreza, entre otros, sigue pendiente de resolución.

Ciudadanía y participación

La ausencia de una política de estado global tendiente a recomponer los niveles de integración en un tejido social dañado por la marginalidad y la pobreza relativamente recientes, sin duda puede hacer retroceder logros anteriores, restringiendo más aún el ejercicio pleno de la ciudadanía a ciertos sectores de población; y quizás ya lo haya hecho. Ciertas formas organizativas de los más vulnerables, así como algunas redes de sustentación propia, plantean la posibilidad de que existan formas alternativas de participación a las predominantes. Por otro lado, expresiones colectivas recientes, en las que conjuntos de ciudadanos no refrendaron las propuestas de sus partidos políticos, podrían ser interpretadas como una búsqueda de autonomía por parte de la ciudadanía; ése y otros indicadores, permiten sostener que la sociedad uruguaya está transitando -al menos una parte importante de ella- hacia mayores capacidades para ganar y ejercer ciudadanía. Es a nivel del Estado en donde parece persistir un nudo problemático difícil de resolver, entre la centralización observable en la toma de decisiones política y la necesidad de ese Estado de perder «peso» y funciones, impulsado por decisiones de la misma naturaleza.

Se advierte una mayor autonomía para emprender proyectos colectivos al margen de la participación -o el impulso- de aquél. Hay nuevas formas de ejercer la ciudadanía que se «desmarcan» de las viejas y plantean demandas novedosas en relación con la vida cotidiana o los derechos de quienes comparten una ciudadanía restringida. En algún sentido, esas novedades tienden a adelantarse a las demandas que puede absorber el aparato del Estado y sus elencos de gobierno, planteándoles la necesidad de encontrar nuevas formas de articulación entre Estado y sociedad civil.

Para poner un sólo ejemplo, el movimiento de mujeres, ha estado planteando una serie de demandas que tienen que ver con el rezago del país, tanto en el cumplimiento de sus compromisos previos a la IV Conferencia Mundial de la Mujer en Beijing, como en relación con el Plan de Acción aprobado por ella. Aunque en forma incipiente, en los dos últimos años dicho movimiento se ha ido posicionando como interlocutor válido para una serie de agentes políticos y estatales; y en más de un caso, diferentes sectores del Estado han recurrido a él, sea para reconocer la necesidad de su participación para la búsqueda de soluciones a ciertos problemas, sea para desarrollar alguna acción específica con perspectivas de género. Una señal de que las novedades pueden estar empezando a aparecer también ámbitos del Estado.

En ese trayecto del movimiento de mujeres, existe hoy una Comisión Nacional de Seguimiento al Plan de Acción sobre la Mujer, integrada por el más amplio espectro de organizaciones de base local y nacional con el objetivo de realizar un monitoreo de las políticas -o de su ausencia- en relación con las mujeres, que concreten los compromisos ya asumidos por el país. El objetivo principal es realizar ese monitoreo y, al mismo tiempo, dar un propósito común a la multiplicidad de grupos y organizaciones de mujeres existentes; ello supone la articulación no sólo con el Estado, sino con otros sectores sociales. En este momento, esa Comisión está en condiciones de movilizar a un conjunto importante de mujeres en todo el país, habiendo conseguido la organización de coordinaciones semejantes, a nivel local o departamental, cuyo trabajo podría reflejarse en las políticas de los municipios.

El país parece deberse un «sinceramiento» en cuanto a cómo encarar la solución de nuevos problemas que tienen que ver con la pobreza, la desintegración social y otras manifestaciones de desigualdad. En particular, falta un reconocimiento explícito «oficial» de las relaciones que existen entre las políticas macroeconómicas en vigencia y la distribución desigual de sus costos y beneficios; así como una preocupación por conocer su impacto diferencial sobre mujeres y hombres. Sin embargo, el problema más importante quizás esté centrado hoy día, en la sociedad misma, que parece escindida entre dos concepciones de país; una fragmentación que también se expresa en las dificultades de emprender un camino que permita superar parte de aquellos daños, sin apostar a una prosperidad que tardará aún demasiado y que no necesariamente se expandirá por sí misma. Para emprenderlo quizás sólo falte una expresión de voluntad política común, que busque y encuentre amplios consensos, para superar muchas discrepancias.

Bibliografía

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