De lo formal a lo real

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1999
Amélia Cohn
IBASE (coordinación), CEDEC, FASE, INESC y SOS–CORPO componen el grupo de referencia de Control Ciudadano.

La creciente restricción impuesta por la política macroeconómica a la lucha contra la desigualdad social y la pobreza en Brasil sigue siendo esencialmente antagónica y contradictoria desde la perspectiva de la desigualdad social. Mientras la descentralización de las iniciativas de creación de puestos de trabajo e ingresos es una novedad, aumentan la desocupación abierta, la precarización de los puestos de trabajo, el mercado informal y la flexibilización de las relaciones laborales. Por otra parte, las propuestas de nuevas formas de gestión de los servicios sociales se convierten en sinónimo de «implementación de la racionalidad de lo privado en el interior del sector público estatal», comprometiendo la esencia de la responsabilidad del Estado: implementar políticas redistributivas.

En los informes anteriores de Control Ciudadano ya se había demostrado que, en términos meramente formales, Brasil estaría cumpliendo los diez compromisos que asumió en la Cumbre de Desarrollo Social. Sin embargo, los mismos informes demuestran también que el país está lejos de cumplir efectivamente dichos compromisos.

Por lo tanto, se pone de manifiesto una contradicción básica entre el modelo económico que se adopta en el país y la posibilidad de promover políticas que tengan un impacto efectivo sobre el desarrollo social. Se verifica que no se sostiene la tesis central defendida en la agenda pública por los gobernantes actuales, de que los efectos redistributivos del Plan Real serían por sí solos una política social eficaz, debido a la transferencia de ingresos hacia los sectores más pobres, que se efectuó con la eliminación del «impuesto inflacionario» que los castigaba (cerca de 1/3 de nuestra población). Este hecho queda ilustrado a través de la contradicción básica, por ejemplo, entre la política macroeconómica que genera desempleo y el reducido impacto de los programas de creación de trabajo, implementados por el mismo gobierno, sobre el crecimiento de la desocupación.

En consecuencia, se advierte la dificultad del gobierno brasileño para cumplir los compromisos 1, 2, 3 y 4, lo que depende, principalmente, de la formulación e implementación de una política macroeconómica distinta de la actual, que apunte exactamente al lado contrario: al de la integración social.

Es necesario y urgente que se realice en el país un esfuerzo para superar la fragmentación de los análisis sobre nuestro nivel de desarrollo social, tanto en lo que atañe a la dicotomía, que todavía prevalece –y cada vez de un modo más agudo–, entre desarrollo económico y desarrollo social, como a la segmentación y fragmentación de las políticas y programas sociales, que también prevalecen.

Y ello porque, de seguir prevaleciendo tales perspectivas, no sólo se continuará malogrando la discusión en el país acerca de la construcción de un nuevo pacto de solidaridad social que permita formular e implementar políticas sociales y económicas efectivamente redistributivas, sino también se seguirá restringiendo las políticas y programas sociales a los estrechos límites de actuación del alivio de la pobreza. Actuación ésta, es menester subrayarlo, que estará condenada siempre al fracaso, ya que se limitará a combatir «puntualmente» la pobreza, la desigualdad y la injusticia social creadas por el mismo mercado, es decir, por las políticas macroeconómicas.

No es de sorprender que el reciente estudio de la Comisión Económica para América Latina y el Caribe (CEPAL) haya concluido que la crisis económica de la década de 1980 y las reformas estructurales de los años siguientes aumentaron la concentración de ingresos y las desigualdades sociales en la región. Brasil es el país de la región con más disparidades regionales y mayores índices de concentración de ingresos. Mientras el ingreso per cápita anual promedio de la región es de 4.500 dólares, y el brasileño de 4.800 dólares, en el estado de Piauí es tan sólo de 500 dólares (igual al de Haití, el país de la región de menor ingreso), lo que contrasta con el del estado de San Pablo, que es de 6.000 dólares. El 42,5% del ingreso nacional se lo queda actualmente el 10% de las familias más ricas, mientras que el 40% integrado por las más pobres se queda con el 11,8%.

La persistencia de estos indicadores sociales de distribución del ingreso en el país, como asimismo la lógica predominante de implementación de medidas de lucha contra la pobreza, recomiendan que el balance del cumplimiento de los compromisos se realice, en países como Brasil, no sólo desde una perspectiva cuantitativa (volumen de los recursos destinado al área social, diversificación y tipos de políticas y programas sociales, entre otros), sino, sobre todo, desde una perspectiva cualitativa (políticas que fomenten la construcción de la ciudadanía y, al mismo tiempo, satisfagan determinadas necesidades sociales de los sectores más pobres de la población).

Y si no cabe duda que, gracias a la existencia de un marco jurídico para asegurar la igualdad y la equidad de género y raza y la eliminación de todas las formas de discriminación, Brasil llena los requisitos necesarios –un logro de la Constitución de 1988, que garantiza los derechos humanos y fundamentales a todos los ciudadanos brasileños–, tampoco puede caber duda que, en el período posterior, los sucesivos gobiernos brasileños, incluso luego de realizarse la Cumbre de Desarrollo Social, están muy lejos aún de cumplir efectivamente los derechos asegurados por dicho marco jurídico institucional.

Se comprueba no sólo la persistencia de las desigualdades de ingreso y acceso a los servicios sociales básicos, ya sea por razones de raza o de género, sino también la predominancia en el país de la noción de que la defensa de los derechos humanos significa la defensa de los ciudadanos contra la violencia del Estado. Proceso éste que se agrava por la misma práctica institucional de los órganos e instituciones responsables de implementar medidas y programas de promoción de la equidad social, ya que, por ejemplo, las mismas instituciones que se han mostrado más eficientes en los programas de calificación profesional son instituciones blancas, urbanas, industrialistas, masculinas y, también, privatistas, cuyo objetivo real no es propiciar la viabilidad de las posibilidades de estabilidad y crecimiento económico, ni mucho menos que estas posibilidades sean igualmente absorbidas por todos los sectores y grupos sociales.

Descentralización y desarrollo social

En el período más reciente, el caso brasileño se caracteriza por mostrar un proceso de descentralización de las políticas sociales que ha permitido una rica gama de experiencias locales innovadoras y creativas para enfrentar la pobreza.

Dicho proceso de descentralización, sin embargo, se ha singularizado por la contradicción de intereses de los niveles central y local: obedeciendo a las reglas del modelo de ajuste económico que el gobierno ha adoptado, para el nivel central, la descentralización significa la posibilidad de tener más control sobre la contención de los recursos que se invierten en el área social, lo que ayuda a disminuir el déficit público; como contrapartida, los municipios –las unidades administrativas federadas subnacionales más pequeñas– se ven obligados a atender la demanda de servicios y equipos sociales locales de la población que vive allí. De esta manera, en la mayoría de los casos, se observa que el sistema de convenios establecido entre el gobierno central y los gobiernos estaduales y municipales, para financiar las políticas sociales, es un factor que compromete su desarrollo. Ello porque dichas políticas siguen dependiendo de fuentes de recursos inestables, susceptibles de frecuentes contingencias, es decir, de recortes que dependen de las necesidades impuestas por la estabilidad monetaria en las distintas coyunturas internacionales y nacionales.

Por consiguiente, una vez más, las políticas económicas y las políticas sociales se oponen en la práctica, y pesa sobre éstas la «dictadura de los economistas». Entonces, surgen como solución para el área social las sociedades y las nuevas formas de gestión de los programas y servicios sociales. Esto significa que, ante la incapacidad del Estado para resolver los crecientes problemas y desigualdades sociales locales, le corresponde al sector público intentar hacer sociedades con distintos sectores y buscar nuevas formas de gestión de los servicios sociales que permitan racionalizarlos mejor.

En el primer caso, el de las sociedades, la realidad brasileña carece de una tradición cultural que le permita a la sociedad civil sustituir al Estado en la producción de los servicios sociales básicos, salvo en algunos casos muy específicos, como el de los portadores de VIH, los enfermos de SIDA y los discapacitados. Por otro lado, las sociedades con el sector privado todavía son escasas y la gran mayoría depende de fuertes subsidios fiscales, lo que si bien no quita el mérito de tales iniciativas, las hace depender sobremanera de las acciones estatales en este ámbito y, por lo tanto, no constituyen una acción autónoma de dichos sectores sociales.

En el segundo caso, el de la búsqueda de nuevas formas de gestión, el objetivo principal es racionalizar más los servicios públicos estatales. Quizá sea aquí donde radica el problema central; porque al criticarse la ausencia de racionalidad y control público sobre el Estado, lo que se hace en realidad es criticar a éste, pues se le asignan como atributos propios la irracionalidad, el derroche y la impunidad de los empleados públicos. En fin, es en este aspecto que se centran los defensores de la ecuación «menos Estado–más mercado».

No obstante, hay que distinguir claramente algunos aspectos. Primero, la heterogeneidad de las mismas normas de descentralización, en lo que atañe a las responsabilidades de las diferentes esferas del gobierno en los distintos sectores de las políticas sociales, tiende a agravar la ineficiencia crónica del sector público de servicios. Mientras en el sector de la educación, por ejemplo, la división de responsabilidades está bien definida y el porcentaje de recursos del presupuesto fiscal está vinculado por la misma Constitución, en el caso de la salud, la descentralización de la asistencia contrasta con el mecanismo de financiación, que no está vinculado al presupuesto fiscal y sigue fuertemente centralizado en el nivel federal. De la misma manera, todavía no existen reglas para guiar la descentralización del Programa Nacional de Derechos Humanos y la promoción de la igualdad entre los géneros. En consecuencia, el cumplimiento de los compromisos asumidos por el país con la agenda social de la ONU está a merced de las lógicas y dinámicas políticas locales, estrechamente vinculadas al grado de autonomía financiera de los municipios respecto de los demás niveles federados para costear sus políticas sociales.

En segundo lugar, los nuevos modelos de gestión, que experimentan y recomiendan los responsables gubernamentales de la reforma del Estado brasileño, no traen aparejados mecanismos consistentes para asegurar que las políticas y los programas de salud, en su implementación concreta, obedezcan al interés público. Sin duda, es en este aspecto donde radica el problema principal: se establece una comunión artificial entre «reforma administrativa» y «reforma del Estado» que termina por considerarlas sinónimos, por lo que las propuestas de nuevas formas de gestión de los servicios y equipos sociales –a través de las organizaciones sociales, las cooperativas de trabajo, etc.– se convierten en sinónimo de «implementación de la racionalidad de lo privado en el interior del sector público estatal». En consecuencia, se trasplanta a los servicios públicos estatales la lógica «costo–efectividad» que impera en el sector privado. De este modo, «eficiencia» –producir más con menos costos– se traduce en «efectividad» –producir con menos costos y causar el mayor impacto. Con ello, se compromete la esencia de la responsabilidad del Estado –sobre todo en una sociedad desigual como la brasileña–, que consiste en implementar políticas sociales efectivamente redistributivas, y se tiende a acentuar el rasgo histórico más notorio de nuestras políticas sociales, el de reproducir las desigualdades sociales, como ya se demostró en el documento brasileño para la Cumbre de Desarrollo Social.

En tercer lugar, se vuelve aquí al punto de partida: la creciente restricción impuesta por la política macroeconómica a la lucha contra la desigualdad social y la pobreza en el país sigue siendo esencialmente antagónica y contradictoria desde la perspectiva de la desigualdad social. No faltan ejemplos: mientras la descentralización de las iniciativas de creación de puestos de trabajo e ingresos es una novedad (se crean centenares de secretarías estatales con el objetivo de implantar programas en el área, y el Programa Nacional de Formación Profesional–Planfor entrenó a 1,2 millones de personas en 1996, a 1,6 millones en 1997 y planea la calificación de ocho millones de trabajadores y trabajadoras hasta 1999), aumentan en el país la tasa de desocupación abierta, la precarización de los puestos de trabajo, el mercado informal y la flexibilización de las relaciones laborales.

El país sigue enfrentado a una realidad que le impone serias restricciones para cumplir los compromisos que asumió con la agenda social de la ONU, ya que la enorme desigualdad social que caracteriza a nuestra sociedad, y que ofrece señales de que va en aumento, impide la integración social, la promoción y protección de los derechos humanos, el respeto a la diversidad y la participación de todos los ciudadanos en la vida social. De la misma manera, difícilmente se logra la igualdad y la equidad entre hombres y mujeres: pese a que éstas tienen actualmente mayor escolaridad que los hombres, son ellos los que todavía dominan el mercado de trabajo, tanto en lo relativo a los salarios como a la formalización de la relación laboral y la ocupación de cargos directivos.

Menos inversión social

La redefinición del presupuesto del gobierno central, con los recortes necesarios para satisfacer el acuerdo con el FMI, redujo en 40,5% las inversiones en el área social, siendo la agricultura el sector que experimentó la pérdida relativa más elevada, 47,1%, la educación 12,3%, el trabajo 12,5% y la salud 6,6%. El Programa de Acción Social de Saneamiento experimentó una reducción aún más grave: 83,1%. Con estos «recortes del ajuste», se reducirán también los programas de entrenamiento para los trabajadores desempleados, considerados primordiales por el mismo gobierno, en alrededor de 50%.

En esta coyuntura, cumplir los compromisos relativos al acceso universal y equitativo de todas las personas a la atención primaria de la salud, por ejemplo, se vuelve cada vez más una tarea compleja. Ello porque la adopción de programas como el PAB (Asistencia Básica Mínima), según el cual el municipio recibirá un importe fijo por cada habitante para destinarlo a dichas acciones, se ha mostrado poco redistributiva en términos de los estados e incluso regionales, además de propiciar otras formas de exclusión y selectividad en el acceso de los más pobres a la asistencia de la salud que exigen más complejidad tecnológica. El riesgo que se corre, por lo tanto, es cristalizar en el área social una red doble de prestación de servicios sociales básicos –una destinada a los pobres y otra a los que pueden sobrevivir en el mercado, aun cuando sea precariamente– que termine por aumentar la desigualdad y la exclusión sociales.

Se advierte una vez más que, aunque Brasil cuenta formalmente con programas y políticas que contemplan los compromisos de la agenda de la ONU, en realidad el país está lejos de cumplirlos, porque persiste una contradicción estructural entre las políticas macroeconómicas y la promoción de la justicia social.