El año 1999 terminó sin que se hubiesen concretado los peores temores surgidos con la crisis cambiaria que tuvo lugar a su inicio. No cabe duda de que el país salió mejor de la crisis financiera que los países asiáticos que, entre otras cosas, sufrieron quiebras y convulsiones sociales. En Asia, la crisis externa contaminó la economía doméstica con sorprendente violencia debido a la fragilidad de sus sistemas bancarios. Brasil tuvo su crisis bancaria en 1995 cuando, después de la mejicana, el gobierno subió los intereses y cortó el crédito. La crisis bancaria brasileña llevó a un programa gubernamental de apoyo a los bancos y a la internacionalización del sistema. Así, la nueva crisis de 1999, encontró a la economía brasileña con bancos más resistentes y lo peor consiguió ser evitado. ¿Estaremos entonces prontos para retomar el desarrollo? ¿Haber evitado lo peor, nos permitió empezar a saldar nuestra enorme deuda social acumulada por tantos años? ¿Podemos, por lo menos, hacerlo ahora?
Ahorcamiento financiero e impasse del desarrollo social1
Infelizmente, la respuesta a estas preguntas, permanece tan o más incierta que en el período anterior a la crisis cambiaria de 1998/99. Las perspectivas están, de cierta manera, más comprometidas que en el pasado.
La vuelta a la “normalidad” en el correr de 1999 sólo fue posible porque la economía brasileña fue “rescatada” por el Fondo Monetario Internacional, que coordinó la preparación de un paquete financiero de soporte externo.
Estos préstamos son acompañados por condiciones que obligan al país a seguir reglas de acción que incluyen, entre otras medidas, la reducción de la participación del Estado en la economía, la apertura de los mercados internos a inversores extranjeros, la flexibilización de los mercados de trabajo (reducción o eliminación de los derechos laborales) y el fin de los mecanismos que “penalizan” a los inversores.
¿Es posible volver a crecer en estas condiciones? A corto plazo, sí. Es casi seguro que la economía brasileña crezca en este año. Economías de mercado como ésta, operan de forma cíclica: períodos de mejoría son seguidos por recesión, hagan lo que hagan los gobiernos. Pero esta no es una situación sostenible y no implica que estemos prontos para cambiar el perfil de extrema desigualdad que caracteriza la sociedad brasileña.
El acuerdo con el FMI, y la propia opción política que hizo el gobierno federal antes del colapso y de la necesidad del “rescate”, privilegiaron la desarticulación de los mecanismos que apoyaron el desarrollo económico brasileño en la pos guerra, tales como la “política industrial”. La meta es la “liberalización” de los mercados que favorecen obviamente a empresas y principalmente, a los bancos y otras instituciones financieras, cuya actuación era delimitada por la necesidad de respetar, por lo menos, algunos derechos sociales establecidos. En el caso brasileño, estos derechos empezaron a ser desarticulados antes de la consolidación de derechos ciudadanos económicos y sociales mínimos.
1999 ya demostró el costo del acuerdo con el FMI. La garantía del pago de la deuda pública en los términos explosivos en que fue colocada, debe estar por encima de cualquier otra obligación del Estado. El equilibrio de las cuentas fiscales del gobierno brasileño para conquistar la confianza de los inversores internacionales será siempre priorizado, de mantenerse las reglas impuestas en 1999, por el corte de lo que es “superfluo”, es decir, inversiones en el área social.
En 1998 y en 1999, la sociedad brasileña sintió el peso del poder de los capitales internacionales a través del veto que los inversores externos impusieron a cualquier política social que fuera más allá de lo simbólico. Al gobierno federal le quedaron los rituales y los discursos. Los recursos cobrados por el gobierno a la sociedad brasileña tuvieron otro destino: las arcas de los bancos e instituciones financieras. Este es el “modelo” de sociedad que Brasil compró al encuadrarse sin precauciones al proceso de globalización financiera. Apenas se pagó la primera cuota.
Empleo e ingreso2
Al analizar la relación entre desigualdades sociales, desindustralización y desocupación en la edición brasileña de Control Ciudadano, se muestra que la primera causa de la desocupación es la reducción del nivel de actividad. La sobrevalorización cambiaria combinada con la apertura comercial, y con la política de altos intereses, desarticuló ramas importantes de la industria. La situación del mercado de trabajo sufrió además las consecuencias negativas de un proceso de racionalización de las empresas cuyo objetivo principal fue el de bajar los costos de mano de obra.
En 1998 y 1999 el nivel de desocupación, medido por el Instituto Brasileño de Geografía y Estadística (IBGE), registró índices récords, traspasando el 8% de la PEA (Población Económicamente Activa) en algunos meses.3 Del mismo modo, el índice de desocupación media anual del DIEESE/SEADE4 para el gran San Pablo mostraba una tasa del 16,6% de la PEA en enero de 1998, una de las más altas de las dos últimas décadas. En 1999 esta misma tasa alcanzó, en el promedio del año, el récord de 19,3% y, en comparación con años anteriores, la tasa de diciembre de 1999 fue la más alta desde 1985.
Las astronómicas tasas de interés vigentes en la economía tuvieron un efecto devastador sobre la estructura productiva. El resultado fue un proceso de transferencia de la renta de los asalariados y del sector productivo, a favor del sector financiero y de la especulación en general “El ajuste recesivo del gobierno en los dos últimos años se reflejó directamente en el nivel de empleo, en las condiciones de trabajo y en el nivel de vida de la población como un todo. El retroceso de la producción, tanto en el sector primario como en el secundario, no sólo tornó precario el trabajo en Brasil, empujando a un gran número de trabajadores al sector informal, sino que también promovió altísimas tasas de desempleo y la contracción del ingreso de los trabajadores en todos los segmentos.”5
Además de todo esto, hay una pérdida en la calidad de los empleos disponibles, ya que “los brasileños vienen perdiendo empleos en la industria, que generalmente remunera mejor y absorbe la fuerza de trabajo más calificada, pasando a contar con puestos de trabajo en el sector terciario, en general marcados por una mayor precariedad y, por lo tanto, con mucho mayor grado de peligrosidad y riesgo, como en los casos de los servicios de seguridad y del comercio.”6 Al evaluarse el impacto de esta situación sobre el ingreso y la calidad de vida de las familias en situación de pobreza, se debe además considerar el aumento de las tarifas públicas y el impacto de una inflación acumulada en el entorno del 9% anual. Los índices estimados varían entre el 8,43% del Indice Nacional de Precios al Consumidor (INPC) y el 9,57% del Indice del Costo de Vida (ICV) de DIEESE.
Paquete fiscal y recortes sociales
La contradicción de base entre la política económica y la posibilidad de llevar adelante los compromisos de la Cumbre de Copenhague -con impacto real sobre el desarrollo social- en lo referente a las políticas sociales alcanzó su máximo guarismo en 1999.
Las metas del ajuste fiscal acordadas con el FMI se cumplieron en gran parte (y, en algunos casos, se superaron), habiendo alcanzado el país un superávit primario superior al acordado con el FMI. Este esfuerzo para realizar lo que el gobierno, acreedores, y el FMI llaman “de recuperación fiscal” hizo que apenas 6 de los 31 programas financiados por la Unión, volcados a la población de bajos ingresos, quedaran fuera de los cortes en el presupuesto de 1999 los que incluso tenían asignados menos fondos que en 1998.
En 1998, el recorte había sido del 10% de las asignaciones de recursos a los Ministerios. En valores absolutos su incidencia fue más fuerte en la Salud, seguida por las áreas de Transporte, Planeamiento, Seguridad Social y Educación. En 1999, el área social perdió R$ 2.040 millones,7 lo que representa el 23,7% del total. Se vieron afectados programas como el combate a la pobreza, el apoyo al niño carenciado, a los adultos mayores, a las personas discapacitadas, la erradicación del trabajo infantil, la reforma agraria y el saneamiento. Con el sacrificio brutal de los sectores más vulnerables de la población – a los cuales se destinan tales políticas – el país consiguió liberarse del yugo de los acreedores financieros, aunque el superávit primario conseguido (R$ 30.000 millones según datos de setiembre) fue absorbido por el pago de R$ 85.000 millones de intereses, y esto sólo considerando la deuda a nivel federal.
En el “Informe Brasileño de Control Ciudadano” se realiza una evaluación sobre la situación de la pobreza, la exclusión y las fragmentaciones sociales post conferencias mundiales donde se reitera la conclusión de los informes anteriores de que “la situación social en que viven los brasileños (está) marcada de forma aguda por una de las mayores tasas mundiales de desigualdad social y por un nivel absurdo de concentración de la riqueza.”8
Durante el segundo semestre de 1999 fue creada una Comisión Mixta Especial del Congreso Nacional para estudiar las causas estructurales y conyunturales de las desigualdades sociales y presentar soluciones. Según el Informe de la Pobreza elaborado, “los resultados (de las investigaciones), además de mostrar un grado de desigualdad muy alto, revelan que esa desigualdad no se atenuó en los últimos tiempos, manteniendo, al contrario, una elevada estabilidad, pues el grado de desigualdad hoy es prácticamente el mismo que hace veinte años (III). La conclusión más importante que podemos extraer de estos datos es que la desigualdad en Brasil es una característica persistente en nuestra realidad social. El crecimiento económico y las políticas sociales, que deberían, en teoría, tener carácter redistributivo, no han sido capaces, ni siquiera en lo más mínimo, de alterar ese cuadro.”
Pobreza y trabajo: género y raza9
En Brasil, la desigualdad del ingreso y de las oportunidades entre hombres y mujeres se combinan, en forma perversa, con un elevado grado de desigualdad entre las propias mujeres. Datos de 1990 indicaban que las mujeres no pobres (30%) se apropiaban de más del 90% del ingreso femenino, siendo la incidencia de pobreza claramente más acentuada entre las mujeres negras y las que viven en las áreas rurales. Además, desde los 80, ha crecido el número de familias encabezadas por mujeres (25% según la Encuesta Nacional de Hogares 1997).
Cuando se analiza la situación de las mujeres en el mercado de trabajo urbano se observa el crecimiento del índice de actividad femenino, que en 1998 llegó al 57% y una estabilización en su índice de participación (44% en la década). Al mismo tiempo hubo una reducción en el índice de participación de los hombres que pasó del 80% al 73% entre 1991 y 1999, lo que explica el mayor número de mujeres en la PEA.
En verdad se trata apenas de un aumento proporcional: también se observa una tendencia a la mayor movilidad ocupacional.
Entre 1992 y 1999, el desempleo femenino creció y prácticamente la mitad de las trabajadoras continúan incorporadas al sector informal. En 1995, las empleadas domésticas representaban el 19% de la PEA femenina (50 millones de mujeres de las cuales 56% son negras). Es decir, a pesar de las nuevas tendencias, persiste un elevado grado de segregación ocupacional (mujeres haciendo “trabajo de mujer”).
Esta segregación, asociada a otras prácticas discriminatorias, explica la elevada diferencia salarial entre hombres y mujeres que es, en promedio, del orden del 40%, llegando a una diferencia del 57% entre jefes de familias, hombres blancos y mujeres negras. Esta desigualdad, inclusive, no se explica enteramente por las diferencias educacionales.
En el documento “Estrategias de la Igualdad”, adoptado por el gobierno brasileño en 1996, fueron indicadas algunas prioridades en términos de la reducción de la pobreza femenina. Dos propuestas priorizan a las mujeres jefes de familia: la concesión de crédito para iniciativas de empleo y la adquisición de casa propia. El documento también incluye la creación de cooperativas de producción y servicios y la capacitación de las mujeres rurales para la obtención de créditos. En el caso de las mujeres jóvenes y adolescentes – especialmente aquéllas en situación de explotación sexual – se prevén acciones de capacitación profesional.
Se están implementando, además, tres programas en el área de trabajo e ingreso con impactos potenciales sobre la condición de vida de las mujeres: el Programa de Generación de Empleo e Ingreso (PROGER-1994), el Programa Nacional de Fortalecimiento de la Agricultura Familiar (PRONAF-1996) y el Plan de Calificación Profesional (PLANFOR-1996). Solamente el PLANFOR tuvo explícitamente como prioridad beneficiar a las mujeres. También se debe mencionar al Grupo de Trabajo para la Eliminación de la Discriminación en el Trabajo y la Ocupación.
Las cifras que muestran el impacto de estos programas arrojan resultados positivos. En el caso del PROGER, por ejemplo, 32,0% de las personas beneficiadas son mujeres y la participación femenina en el conjunto de las ocupaciones promovidas por el programa es alta (42,0% de 280.000 ocupaciones). En los programas de calificación del PLANFOR, el porcentaje de mujeres incorporadas a estos superó la meta inicialmente establecida (49% de los beneficiarios). El desempeño del PRONAF es menos auspicioso, pues el 93% de los beneficiarios son hombres. Se debe decir que no se hicieron evaluaciones consistentes con relación a los programas listados como prioritarios para la reducción de la pobreza entre las mujeres.
No obstante, lo más relevante en este contexto de análisis es constatar que – frente a los patrones brasileños de desigualdad (del ingreso, entre géneros y grupos raciales) y de los efectos negativos de la reestructuración productiva – la escala de estas iniciativas es muy restringida, tanto en términos de los recursos invertidos, como en el número de mujeres alcanzadas. La incorporación de la perspectiva de género en el conjunto de los programas sigue siendo muy frágil. Faltan mecanismos de evaluación permanente que permitan saber cuánto están las inversiones, de hecho, llegando a las mujeres que los necesitan. Sobre todo, la inexistencia de una política consistente de reducción de la desigualdad y de la pobreza compromete la efectividad de estos programas. Por cierto, ésta es una situación recurrente para el conjunto de las políticas sociales en Brasil, inclusive para aquéllas que han sido focalizadas hacia los compromisos de Copenhague.
Pasados estos cinco años, aún queda mucho por hacer para que se cumplan los compromisos asumidos en Beijing para promover la inserción económica plena y equitativa de las mujeres y reducir los niveles de pobreza femenina, considerando no sólo los niveles de ingreso sino también las demás dimensiones de exclusión. Así, conforme lo alertaba Amelia Cohn,10 a cinco años de Copenhague y de Beijing, Brasil sigue enfrentando las mismas restricciones estructurales, responsables por la gravedad de las condiciones de desigualdad vigentes. Frente a esta situación, las políticas sociales de lucha contra la pobreza equivalen a tratar de “construir castillos de arena en el mar”.
Notas