Una democracia de baja intensidad

Publication_year: 
2004
Ana María Arteaga; Carlos Ochsenius
Centro de Estudios de la Mujer (CEM); Solidaridad y Organización Local (SOL); Programa de Ciudadanía y Gestión Local; Fundación de Superación de la Pobreza; ACTIVA

A pesar de la estabilidad económica y las mejoras sustanciales en los índices de pobreza y educación, “el 52% de los chilenos se siente perdedor y el 74% tiene sentimientos negativos respecto al sistema económico del país”. Ésta no es una paradoja, ya que según el Banco Mundial, Chile se encuentra entre los 15 países con peor distribución de ingreso del mundo. Tampoco en el ámbito político las cosas andan bien: el principio de “una persona, un voto” no es viable en la “democracia protegida” heredada de la dictadura militar.

Dentro de la región, Chile constituye un ejemplo de estabilidad económica, política y social. En poco más de una década de gobiernos democráticos, el porcentaje de población viviendo en situación de pobreza cayó de 39% en 1990, a 20,6% en 2003. En la educación consiguió aumentar la cobertura preescolar de 21% a 32%, la secundaria de 80% a 90% y la superior de 15% a 31% para el año 2000.[1] De acuerdo al Censo 2002, 96,1% de las viviendas cuenta con alumbrado y 91,9% con agua, ambos provenientes de la red pública, 51,5% de los hogares tiene teléfono de red fija y 51% dispone de al menos un aparato celular.

¿Cómo se explica, entonces, que a pesar de lo que indican las cifras, “el 52% de los chilenos se siente perdedor y el 74% tiene sentimientos negativos respecto al sistema económico del país (inseguridad, enojo y pérdida)”?[2]

Ya el Informe sobre Desarrollo Humano en Chile 1998 había diagnosticado que “tras los difusos malestares de la población existen serios problemas de seguridad humana”. Transcurridos cuatro años de publicado el estudio, existen razones fundamentadas para que la mayoría de los chilenos, a pesar de la bonanza, continúen sintiéndose inseguros.

El malestar de la población

De acuerdo a información del Banco Mundial, Chile se encuentra entre los 15 países con peor distribución del ingreso del mundo y, lo que es aún más grave, con el transcurrir del tiempo esta situación en lugar de mejorar, ha tendido a acentuarse.[3]

Cuadro 1
Distribución del ingreso autónomo (energía, gas y agua) - 1990-2000

Participación en el Ingreso total

1990

2000

Quintil I

4,1

3,7

Quintil II

8,1

8,2

Quintil III y IV

30,4

30,6

Quintil V

57,4

57,5

Razón 20/20

14,0

15,3

Fuente: MIDEPLAN, Impacto Distributivo del Gasto Social, 2000.

El gobierno de Ricardo Lagos es consciente del alto costo político de cualquier fórmula redistributiva y ha preferido jugarse por una política que apunta a mejorar las oportunidades de la población, fundamentalmente a través de la educación. En consecuencia, ha aumentado considerablemente el presupuesto en la materia y ha enviado al Congreso un proyecto de ley que aumenta de 8 a 12 años la escolaridad básica obligatoria.

Esta iniciativa, indudablemente un paso adelante, enfrenta sin embargo dos obstáculos difíciles de superar, al menos en el corto plazo. En primer lugar, la enorme distancia existente entre la calidad de la educación municipal, que atiende a alrededor de 70% del alumnado del país y donde la inversión es de alrededor de USD 50 por alumno al mes, y la de la educación privada, que triplica esa suma en gasto mensual por alumno, lo cual naturalmente redunda en desiguales resultados para unos y otros.[4]

El segundo obstáculo es que el tipo de educación que se está impartiendo a la población pareciera no estar garantizando a las personas el acceso al mercado de trabajo, ni se ha transformado, como se esperaba, en una herramienta eficaz para la superación de la pobreza más dura. Así lo demuestra un estudio reciente acerca de las características de la pobreza extrema en el país, donde se constata que un porcentaje alto (49%) de las personas que carecen de recursos para solventar sus necesidades más básicas cuenta con una educación básica completa (8 años de escolaridad), pero que el aumento promedio de la escolaridad de este sector no se está traduciendo en movilidad social y mejores condiciones de vida.[5]

Jóvenes: sin ciudadanía, sin consumo, sin empleo

Otra señal del malestar que aqueja a los chilenos se expresa en la disminución de las personas inscritas en los registros electorales, que descendió de 89,5% en 1991, a 69,1% en 2003, lo cual arroja una baja porcentual de 20,4 puntos.[6]

Sin ir más lejos, en las últimas elecciones presidenciales (2001) 21,5% de las personas mayores de 18 años (edad en que se adquiere el derecho al voto) no estaba registrada. Si añadimos los votos nulos y en blanco (12,65%) y las abstenciones (13,36%), resulta evidente que la democracia en Chile adolece de un serio problema de representatividad.

Lo más llamativo surgió, sin embargo, del análisis más detallado de las cifras, que dejaron al descubierto que 83% de los jóvenes entre 18 y 25 años no está inscrito en los registros electorales. Las encuestas demuestran que los jóvenes no creen en las elecciones como mecanismo para influir o provocar cambios en una sociedad que los discrimina por su estilo de vida, por su manera de pensar, de vestir y de actuar.

Los jóvenes “se distancian de la política y ven en la democracia un régimen elitista para el cual no califican” o, dicho en otros términos, “un sistema que los hace ciudadanos sin ciudadanía, consumidores sin consumo y trabajadores sin empleo.”[7]

La democracia en déficit

Entre las claves que se manejan para entender los altos niveles de malestar y desconfianza está el hecho de que el país sigue regido por una Constitución (1980) hecha a la medida por el régimen militar (1973-1991), donde el equilibrio básico no está dado por la relación entre los tres poderes del Estado, sino por sus relaciones con otros órganos constitucionales que expresan fuerzas políticas y no poderes normativos.[8]

De acuerdo a este modelo de “democracia protegida” - obra maestra de ingeniería política - las minorías electorales están jurídicamente sobre-representadas en el Parlamento por efecto del sistema binominal en las cámaras, y por el peso de los senadores designados y vitalicios cuya existencia no sólo viola la voluntad democrática del pueblo, sino además constituye un obstáculo prácticamente insalvable ante cualquier intento de reforma constitucional. Factores como los mencionados, unidos a la imposibilidad del Poder Ejecutivo de nombrar o remover a los comandantes en jefe de las distintas ramas de las Fuerzas Armadas, y al mantenimiento de la función “supervisora” del Consejo de Seguridad Nacional, compuesto en su mayoría por altos jefes castrenses, pone en serio entredicho la calidad de la democracia chilena frente a la ciudadanía.

A punto de cumplirse 14 años del fin del régimen militar, prácticamente no ha habido avances en la modificación del modelo de “democracia protegida” que rige al país desde 1980 y “Chile continúa siendo una democracia de baja intensidad, en la que el principio ‘una persona, un voto’  brilla por su ausencia (…) las Fuerzas Armadas, lejos de estar subordinadas al poder civil, gozan de una autonomía institucional y presupuestaria no conocida en ningún país de la América actual.”[9]

Problemas colectivos, miedos privados

Al congelamiento de la institucionalidad política heredada del régimen militar y a las dramáticas desigualdades que caracterizan a la sociedad chilena se une una tercera clave para entender los niveles de desconfianza e inseguridad ciudadana.[10] Nos referimos a lo que se reconoce como la “privatización de la vida comunitaria” o, dicho de otro modo, la capacidad del modelo para trasformar problemas transversales y colectivos en malestares individuales y privados.[11]

Esta situación comparece en el Informe sobre Desarrollo Humano 2000, donde se constata que “las personas en su habla cotidiana no suelen referirse a sueños colectivos. Hablan de sus expectativas de bienestar individual y familiar, pero no parecen tener una imagen de vida social a la cual aspiran.”[12]

La individualización de la sociedad, la pérdida de sentido, la ausencia de proyectos colectivos (tónica dominante en los períodos democráticos anteriores), se manifiesta también en la personalización de los temores frente al futuro, donde no aparecen alusiones a carencias sociales ni a contradicciones que afecten a la sociedad en su conjunto. Así, en lugar de referirse a desigualdad social y de oportunidades, a la cesantía, a la inseguridad ciudadana o a la desprotección de las personas ante un evento determinado o tras su retiro de la vida activa, las respuestas dan cuenta de aprensiones personales: “no poder educar a mis hijos”, “ser víctima de un asalto”, “que el seguro no me cubra una enfermedad”, “perder mi trabajo”, “jubilarme con una mala pensión” o “no tener jubilación”. En todas ellas se deja traslucir una profunda desconfianza en las instituciones encargadas de protegerlas.[13]

El punto crucial aquí es que no sólo la economía está extremadamente abierta al exterior y carente de mecanismos regulatorios - situación que se profundizará a partir de la entrada en vigencia del Tratado de Libre Comercio  con Estados Unidos el 1º de enero de 2004 - sino que también la mayor parte de las instituciones sociales, culturales y políticas está crecientemente sometida a las fuerzas dominantes del mercado. Así ocurre con la educación superior, los medios de comunicación, las instituciones de salud y educación y los órganos de creación y difusión cultural. Ello aumenta la dificultad de la ciudadanía para ejercer sus derechos y hacer oír su voz a través de los canales usuales.

Los aparatos de desinformación ciudadana

El desinterés de la sociedad chilena por los asuntos públicos se vio también expresado en la escasa reacción y debate público que suscitó la firma del Tratado de Libre Comercio de Chile con Estados Unidos, dando término así a una larga campaña gubernamental, llevada a cabo en conjunto con el empresariado, para convencer a los chilenos de sus ventajas.

Minimizando las concesiones que se le otorgaron a Estados Unidos - y sin referirse al hecho de que la rebaja de aranceles, más que traducirse en menores precios para los compradores chilenos, conlleva mayores márgenes de ganancia para los importadores - el gobierno logró de alguna manera convencer y transmitir a la opinión pública un mensaje resaltando dos ideas matrices: la madurez de la economía chilena y el prestigio que significa para el país y todos los chilenos jugar de ahora en adelante en “las ligas mayores”.[14]

Aunque la indiferencia frente a la firma del Tratado no deja de asombrar - considerando los efectos negativos del Tratado de Libre Comercio de América del Norte en Canadá y México, economías bastante más importantes que la chilena - se explica en parte por la desinformación del ciudadano medio. Si bien 87% de los hogares dispone de televisión y aumentan aceleradamente las conexiones a Internet,[15] la propiedad de los medios de comunicación se concentra en manos de dos grandes grupos, El Mercurio y el Consorcio Periodístico de Chile SA, que no sólo comparten su adscripción al neoliberalismo económico, sino también una visión profundamente conservadora de la sociedad en materias de orden valórico y cultural.[16]

La Iglesia Católica se ha opuesto sistemáticamente a la ratificación del Protocolo facultativo de la Convención sobre la Eliminación de Todas las Formas de Discriminación contra la Mujer (CEDAW), a la consideración del aborto terapéutico, a la mera existencia de una ley de divorcio, y exhorta a sus fieles en el parlamento para que se rijan por sus postulados a la hora de tomar decisiones en el campo de la cultura o de temas valóricos.[17] Junto con la Iglesia Católica, el monopolio ideológico de los medios de comunicación no sólo está incidiendo en la calidad y tipo de información que se entrega a la población, sino que también constituye una traba para el desarrollo de un debate libre y en profundidad acerca de asuntos importantes que afectan a la sociedad chilena en su conjunto y, más aún, sobre el rumbo que queremos seguir como país.

Notas:

[1] Programa de las Naciones Unidas para el Desarrollo (PNUD). Informe sobre Desarrollo Humano 2002. Nosotros los Chilenos: un desafío cultural. 2002,www.pnud.cl/noticias.htm
[2]Ibid.
[3] Banco Mundial. Indicadores del Desarrollo Mundial 2000. Tabla 2.8.
[4] Arteaga, Ana María. “Chile. La lógica brutal de la privatización” en Social Watch Informe 2003, Los pobres y el mercado. 2003, pp. 110-111.
[5] Instituto Libertad y Desarrollo. La nueva realidad de la pobreza en Chile. Santiago, diciembre de 2003.
[6] Corporación Participa. Índice de Participación Ciudadana. Diciembre de 2003.
[7]Fortunatti, Rodolfo. “Los marginados de la política” enwww.portaldelpluralismo.cl/interno.asp?id=1915
[8] García P., Gonzalo. “La transición a la democracia ¿un proceso de confianza política?” en Confianza Social en Chile. Desafíos y Proyecciones. Santiago de Chile, marzo de 2001.
[9] Heine, Jorge. “Modernización y malestar: la segunda fase de la transición chilena” en Perspectivas, Vol. 4, No. 2, Santiago de Chile, mayo de 2001.
[10] Heine, Jorge. “¿Modernización o congelación política?”. La Época, 4 de septiembre de 1991.
[11] Salazar V., Gabriel. “Proyecto y exclusión: Dialéctica histórica de la desconfianza en Chile”. La Época, 4 de septiembre de 1991.
[12] Programa de las Naciones Unidas para el Desarrollo (PNUD). Desarrollo Humano en Chile 2000. Sinopsis. 2000.
[13] Fundación Chile 21. “Percepción ante los riesgos: inseguridades de los chilenos”. Opinión Pública No. 4, Santiago de Chile, noviembre de 2001.
[14] Cademártori, José. “TLC: Chile cayó en la trampa de EE.UU.”. 6 de abril de 2003.www.portaldenegocios.cl/article2249.html
[15] Instituto Nacional de Estadísticas (INE). Censo 2002. Síntesis de Resultados. Santiago de Chile, marzo de 2003.
[16]Sunkel, Guillermo y Esteban Geoffroy. Concentración económica de los medios de comunicación. Colección Nuevo Periodismo, Editorial LOM, Santiago de Chile, 2001.
[17] Corporación La Morada (Coordinación). Informe Sombra CEDAW 2003. Santiago de Chile, julio de 2003.