El G-20 deja pasar otra oportunidad Ha llegado el momento de un nuevo juego

Author: 
Jana Silverman Coordinadora de Campañas y Comunicaciones Secretariado Internacional de Social Watch

La declaración que surgió de la última cumbre del G-20 celebrada en Pittsburg en septiembre de 2009, defraudó una vez más las expectativas de la sociedad civil y la necesidad de recursos y un nuevo marco que permita a los países en desarrollo reactivar sus economías. Debido a esto, la sociedad civil y los gobiernos de los países del Sur deben seguir reclamando a viva voz reformas más profundas del sistema financiero y económico mundial.

Por tercera vez en menos de un año, el club elitista de las 20 economías más grandes del mundo se reunió en Pittsburg, Estados Unidos, en septiembre para discutir la implementación de respuestas coordinadas a la crisis financiera y económica. Como resultado de ello, por tercera vez en menos de un año, estos 20 líderes mundiales elaboraron un documento con vagas intenciones, pero sin soluciones efectivas para abordar los profundos impactos de la crisis que sacudió los mercados y trastornó también la vida y los sustentos de los trabajadores, las mujeres y los pobres de todo el mundo. Ahora está claro que el modelo para encontrar soluciones justas y duraderas a la crisis no se encuentra en el G-20; por tanto, la sociedad civil debe realizar esfuerzos conjuntos a fin de promover las propuestas más inclusivas y eficaces que se proponen en el marco de la ONU (el “G-192”).

El G-20 es un grupo ad hoc de los ocho países más industrializados (el G-7 más Rusia), junto con 11 de los países emergentes más importantes económica y políticamente y la Unión Europea que participa en representación de todos los países que integran ese bloque (Países Bajos y España participan de forma individual en calidad de observadores). Es un foro intergubernamental sin secretaría, estructura o mandato establecidos, que se creó en 1999 en respuesta a las crisis económicas que estaban sacudiendo países como Rusia, Brasil y los llamados “tigres asiáticos” en ese momento. El G-20 afirma que su legitimidad se basa en el hecho de que sus miembros representan casi el 90% del PIB mundial, el 80% del comercio internacional, y más del 60% de la población del mundo. También afirma que los acuerdos sobre temas sensibles relacionados con la arquitectura económica y financiera mundial se negocian más eficazmente en espacios restringidos donde resulta más fácil construir consensos. Sin embargo, este razonamiento va en contra de todos los principios democráticos, y es una vuelta a una visión cruda y realista de las relaciones internacionales en la que sólo los países más poderosos tienen el poder de influir en los procesos globales claves.

A pesar de sus graves deficiencias estructurales, el G-20 ha tomado sobre sí la tarea de diseñar e implementar una exhaustiva hoja de ruta para mitigar la actual crisis financiera y económica. El grupo se reunió por primera vez el año pasado en Washington, dos meses después de la implosión de Wall Street, para abordar los efectos inmediatos de este colapso del sistema financiero mundial. Sin embargo, en ese momento se tomaron pocas medidas concretas, en gran parte debido a que el gobierno de Bush, en sus últimos estertores, se mostró reacio a proponer reformas profundas. Además, se produjo un impasse entre la posición de países europeos como Francia y Alemania, que abogaban por reforzar el sistema regulatorio internacional con  la inclusión de un sistema de “alerta temprana” que podría activarse para prevenir futuras crisis, y la posición de Estados Unidos y Reino Unido, que buscaban una mayor transparencia y regulación en un nivel puramente nacional. Al final, se logró una declaración conjunta a medias tintas que sólo afirmaba que los países debían utilizar todas las medidas fiscales y monetarias necesarias para salir de la crisis, sin proponer ninguna acción concreta en el plano internacional.

La siguiente reunión del G-20 tuvo lugar en abril de 2009 en Londres, con el recién inaugurado gobierno de Obama a la cabeza y, esta vez, se propusieron soluciones más concretas. En la declaración final se hizo mención a la necesidad de medidas contundentes para estimular el empleo, reabrir líneas de crédito para los países afectados por la crisis, rechazar el proteccionismo y trabajar para construir una economía verde. La decisión más explícita fue compromiso de destinar US$ 1,1 billones en fondos adicionales para el FMI y el Grupo del Banco Mundial, a fin de brindar fondos para los países en desarrollo no pudiesen autofinanciar los paquetes de estímulo para sus propias economías. Es vergonzoso que esta inyección de nuevos recursos para las instituciones que fueron (al menos en parte) responsables por la crisis que ellas mismas han  sido llamadas a mitigar, se haya ofrecido sin condiciones previas en relación con la reforma estructural de estas entidades o la eliminación de condicionalidades políticas para los países que serán los beneficiarios finales de estos fondos. Se asignaron US$ 250 mil millones como Derechos Especiales de Giro (DEG), una forma de financiación que no genera deuda. Pero estos DEG se distribuyeron a países receptores no según las necesidades, sino únicamente por el tamaño de sus reservas, por lo que se asignó la mayor parte de los recursos a los países ricos que ya tenían una gran variedad de opciones de financiamiento, en lugar de a los más necesitados de recursos y a las economías menos adelantadas.

El resultado de la cumbre de Londres fue recibido con consternación por los miembros del G-77 y otros grupos de países en desarrollo y, como alternativa a este marco aprobado por el G-20, se propusieron medidas más ambiciosas en el contexto de la Conferencia de la ONU sobre la crisis económica y financiera y su impacto en el desarrollo, celebrada en junio en Nueva York. (Para un análisis completo de los resultados de esa conferencia, véase el boletín electrónico de SW de agosto de 2009.) En particular, el documento final de la conferencia enfatiza la necesidad de dar a los países en desarrollo más espacio político para que promulguen controles de la cuenta de capital, moratorias de la deuda y otros mecanismos que pueden ayudar a aliviar el impacto de la crisis mundial en sus economías, temas que no se han mencionado siquiera en el discurso emanado del G-20.

Mientras el G-20 se preparaba para reunirse nuevamente en septiembre, los principales mensajes provenientes de los medios de comunicación y de los políticos en los países desarrollados señalaban que ya se puede vislumbrar el final de la crisis debido a algunos aumentos nominales de los indicadores de mercado y al crecimiento económico en algunas economías clave. Sin embargo, los millones de personas que fueron empujados al desempleo y al subempleo todavía no han visto el “rebrote” de la economía que tanto se promociona por esos líderes de opinión.

A pesar de esta realidad, estas declaraciones optimistas establecieron el tono de la Cumbre, cuya declaración final triunfalista anunció la creación de un “Marco para un crecimiento fuerte, sostenible y equilibrado”, basado en la eliminación gradual de los paquetes públicos de estímulo, una mayor apertura de los mercados en el contexto de una rápida conclusión de la ronda de negociaciones de Doha de la OMC, y la construcción de mecanismos para fomentar el “crecimiento verde” que no se basa en el consumo indiscriminado de combustibles fósiles. Las propuestas concretas para rediseñar el sistema financiero a fin de evitar nuevas crisis en el futuro se limitaron a convocar a una reforma de las políticas de compensación para los banqueros (que aún se las arreglaron para ganar más de US$ 5.200 millones en el comercio de derivados, sólo en el segundo trimestre de 2009), el desarrollo de normas mundiales para desalentar el exceso de endeudamiento (cuya implementación está programada para fines de 2012), y una redistribución muy modesta de los derechos de voto en las instituciones de Bretton Woods a fin de reflejar el nuevo peso de las economías emergentes, como Brasil y China, que al final ascendería a apenas un 5% en el FMI y un 3% en el Banco Mundial. Los únicos compromisos tendientes a mitigar los impactos sociales de la crisis se refieren al establecimiento de un “Grupo de Expertos para la Inclusión Financiera” que trabajará en la mejora del acceso al capital para pequeñas y medianas empresas en los países en desarrollo, la colaboración con el Banco Mundial para establecer un fondo multilateral para abordar la seguridad alimentaria (en parte mediante la promoción de “nuevas tecnologías” en la agricultura, incluidos los cultivos modificados genéticamente), y un llamado a convocar una cumbre de ministros de trabajo del G-20 para abordar la crisis del empleo.

Es evidente que estas propuestas están muy por debajo no sólo de las expectativas planteadas por la sociedad civil, sino también de las necesidades concretas de los países en desarrollo de mayores recursos y un nuevo marco que les permita adoptar políticas contra-cíclicas para reiniciar sus economías. Esto no es casual, debido a la falta de legitimidad, transparencia y democracia inherentes al propio marco institucional del G-20; algo que quedó territorialmente explícito en Pittsburg cuando miles de efectivos policiales bloquearon por 48 horas todo el centro de la ciudad con el fin de “proteger” de los pacíficos manifestantes al Centro de Convenciones que albergaba la Cumbre. Más allá de Pittsburg, tanto la sociedad civil como los gobiernos de los países del Sur deben seguir oponiéndose a las políticas de “seguir como siempre” promovidas por el G-20, y reclamar reformas más profundas al sistema financiero y económico mundial, como las que se proponen en el marco de la Asamblea General de la ONU como seguimiento de la histórica conferencia sobre la crisis, celebrada en junio. De acuerdo a la terminología del béisbol, al G-20 ya le cobraron tres strikes por lo que ahora es tiempo de mandarlos fuera, y empezar un nuevo juego en el que todos los jugadores del G-192 salgan al campo.