Democratizar el desarrollo require más que derechos políticos: Examinando la experiencia de Bolivia

Foto: CEDLA.

Para Bolivia, - y América Latina en general – las demandas de inclusión económica y social durante las décadas del 60 y 70 estaban aparejadas con la lucha por una mayor participación política y el tránsito a un modelo democrático de gobierno. Así, el conjunto de organizaciones sociales por mucho tiempo destinaron su energía a la lucha contra las dictaduras, concibiendo que una apertura democrática traería como consecuencia la esperada democratización económica y, por tanto, la mejora de las condiciones de vida del conjunto de la población.

Pero la participación política en democracia mediante el voto (delegada en representación al monopolio de los partidos) y los avances en el respeto a los derechos individuales ciudadanos (reconocimiento de diferencias de género, étnicas, etc.) vino aparejada con un modelo económico liberal basado en premisas profundamente tiranas: la obsesión por mantener estables la variables macroeconómicas,  la reducción del estado a un rol mínimo regulatorio y de compensación asistencial con metas acordes con lo impuesto por nuestros “principales asesores”  (Banco Mundial y el FMI) en la aplicación de la novedosa receta: las instituciones económicas multilaterales, quienes no escatimaron recursos de préstamo que apoyaran los cambios.

A partir de 1985 Bolivia se convierte en uno de los países precursores del modelo neoliberal. Partiendo de un escenario histórico de fracaso el proyecto del Estado benefactor de mejorar las condiciones de vida de la gente a través de la “distribución desde arriba” a través de las políticas de industrialización, la propiedad estatal y la sustitución de importaciones, lo que ha implicó un continuo y sostenido proceso de desmantelamiento del Estado a través de una serie de reformas cuyo eje central era la sustitución de intervención estatal en la economía por la vigencia plena de  las “fuerzas del mercado”.

Los resultados del modelo económico

Si algo caracterizó al nuevo modelo económico y de Estado fue su hegemonía discursiva. Partiendo de una virtual satanización de un estado ineficiente, ampuloso y corrupto; bajo la premisa de su reforma y modernización, se articula un discurso hegemónico de ideología neoliberal que tiene como premisa central una hipótesis simple y por ello efectiva: partiendo de una ruptura con el populismo estatista (inaugurada  por la revolución de 1952) se llevaría adelante la reforma del Estado y un proceso de privatización para que todo el aparato productivo esté en manos privadas (eficiente, racional y eficaz) para lograr el bienestar de todos los bolivianos. Los dos pilares centrales que sostendrían este proceso hacia el desarrollo moderno, serian la atracción de inversión extranjera (para lo cual no se escatima reforma legislativa alguna que proteja los intereses extranjeros y facilite la apertura comercial) y promocionar la exportación  de la producción nacional (suponiendo de hecho que en Bolivia existía un tejido industrial desarrollado y eficiente, capaz de aprovechar los mercados externos).

Pocas voces fueron capaces de mantenerse alertas y previsoras de las consecuencias adversas que estas políticas generarían en los sectores populares.

Después de dos décadas de neoliberalismo, se puede afirmar que el modelo fracaso,  incluso en su promesa más elemental: resolver el problema del crecimiento económico. Así, se ha constatado que las políticas pro competitividad y exportación no sólo no resolvieron en su momento,  el problema del crecimiento, del empleo y del ingreso de los sectores populares (su promesa central al ser aplicado), sino que debilitaron aún más el aparato productivo nacional.

La dinámica sociopolítica y económica era acompañada por un fortalecido discurso neoliberal que pretendía imponer el discurso de que el camino neoliberal era el único y, por tanto, la oposición de las organizaciones sociales solo implicaba un retraso inútil en su aplicación. Este proceso fue acompañado del debilitamiento sistemático de las organizaciones sociales tradicionales (ligadas al modelo productivo estatista) y a un sentimiento generalizado de derrota e incapacidad de las organizaciones populares para revertir sus condiciones materiales de vida.

Así también, la ampliación en la brecha entre ricos y pobres como consecuencia del aumento desmesurado de la exclusión social y la pobreza produjeron un sistemático debilitamiento del impulso democrático que tantas esperanzas había suscitado en la década del ochenta, generando un debilitamiento en las bases del sistema político y un cuestionamiento profundo a la forma autoritaria de las decisiones de gobierno.

La demanda social de cambio

Al debilitar el Estado y otorgar la responsabilidad del desarrollo económico a la iniciativa privada se desató un proceso que recortó antiguos derechos ciudadanos, redujo drásticamente las prestaciones sociales, liberan el mercado de trabajo y contrajo el empleo, consolidando una sociedad mucho más injusta y desigual que la que existía al inicio de la “reforma”.

La constatación del fracaso del modelo en la vida cotidiana de las personas son concretas: i) nunca se logró promover un crecimiento económico estable. ii) no se logró generar empleo, menos aún mejorar las condiciones de trabajo e ingresos de los trabajadores iii) en lugar de fortalecer el incipiente proceso de industrialización, se desmanteló el tejido productivo nacional iv) no sólo no se disminuyó la pobreza y exclusión social sino las nuevas formas de trabajo y generación e ingresos contribuyó activamente a incrementarla v) por último, lejos de fortalecer las instituciones estatales y promover una ampliación democrática, el modelo económico contribuyo a debilitar y desprestigiar aun mas al sistema político y la forma de gobierno para las clases populares.

En ese marco, los actores sociales comenzaron a  identificar la reforma neoliberal, con una activa reestructuración capitalista que apuntala la pérdida o ganancia de diversos actores económicos. Así, claramente se identifica que el Estado no ha abandonado las políticas económicas, sino había reorientado su intervención hacia la promoción de fracciones empresariales vinculadas a las exportaciones, con lo cual  apoyaba  la transferencia de excedentes generados internamente hacia  intereses transnacionales.

El descontento de la gente inició su expresión con una diversidad de conflictos regionales y sectoriales que, de manera dispersa,  fueron acumulando descontento, al mismo tiempo que ensayaron la rearticulación de sus formas tradicionales de organización. Este proceso, que en principio tenía contornos poco definidos y ambiguos, desembocó en la llamada “guerra del gas” en octubre de 2002, con la movilización de mayoritarios sectores populares.

La demanda unificadora de revertir el proceso de “capitalización”  para recuperar los hidrocarburos, luego de más de setenta y siete muertos y trescientos heridos, fue sustituida por la demanda de renuncia del presidente Gonzalo Sánchez de Lozada, como concreción de un sentimiento generalizado de oposición a la expropiación de los recursos naturales. Así, ilustró que la democracia no puede llamarse tal si coexiste con pérdida del derecho de participación de la población en la toma de decisiones que afectan sus condiciones materiales del presente e hipoteca las posibilidades de desarrollo del futuro.

Javier Gómez es el Director Ejecutivo del Centro de Estudios para el Desarrollo Laboral y Agrario –CEDLA. CEDLA integra Social Watch en Bolivia.

Fuente: RightingFinance