La sorpresa de Santiago

Los documentos públicos que resultan de las cumbres presidenciales suelen ser aburridos y previsibles, pero la Declaración de Santiago, emitida el domingo 27 de enero tras la cumbre euro-latinoamericana, sorprendió a los medios diplomáticos con un nuevo consenso sobre el papel del Estado y las responsabilidades de las empresas transnacionales.

Como se trata de acuerdos unánimes y no de textos votados por una mayoría, las declaraciones que resultan de estas cumbres suelen reflejar un nivel mínimo de acuerdo, listar buenas intenciones y repetir, a menudo con las mismas palabras, lo ya acordado en reuniones anteriores. En una cumbre entre una región del mundo llamado “desarrollado” (en este caso la Unión Europea) y un grupo de países de los antes llamados “subdesarrollados” y ahora considerados “en desarrollo” o incluso “emergentes”, lo usual es que estos últimos recuerden a los primeros su vieja promesa, siempre incumplida, de proveer 0.7 por ciento de sus ingresos como ayuda y a cambio los donantes pontificarán sobre el respeto a los derechos humanos y la lucha contra la corrupción (en una velada inferencia de que si no se provee más ayuda es porque los potenciales beneficiarios son corruptos, violadores de derechos humanos o ambas cosas a la vez).

Siguiendo el modelo del “consenso de Washington”, lo usual y previsible sería que los países pobres reclamen más inversiones, a lo que los ricos responderán que las inversiones son decisiones privadas, pero que éstas serán atraídas si se les garantiza reglas de juego favorables, exoneraciones impositivas y garantías contra futuras expropiaciones. En este esquema, los derechos humanos y los privilegios de las empresas son la misma cosa. Así lo resumió Mitt Romney, el candidato derrotado en las elecciones estadounidenses de noviembre pasado: “Amigo, las empresas son gente! (“Corporations are people, my friend”.)

Pero quien esperaba la reiteración de estas viejas certezas cuando el presidente Piñera dio a conocer la Declaración de Santiago no pudo menos que asombrarse con el párrafo 10 del documento, que invierte los términos tradicionales. Después de las loas usuales al libre comercio, los mandatarios dicen que “nos comprometemos a mantener un ambiente de negocios favorable para los inversionistas, sin embargo, reconociendo el derecho de los países de establecer regulaciones con el fin de cumplir sus objetivos de política nacional en conformidad con sus compromisos y obligaciones internacionales”. Y agregan que “también es vital que los inversionistas cumplan con la legislación nacional e internacional, en particular, en relación a impuestos, transparencia, protección del medio ambiente, seguridad social y trabajo”.

Aquí ya no tenemos a Europa dictando una cátedra de educación moral y cívica a sus ex colonias, sino que ahora las democracias del Nuevo Mundo anuncian que si se toman en serio sus “compromisos y obligaciones” de respetar y promover los derechos humanos (que incluyen los derechos económicos, sociales y culturales, junto a las libertades civiles y políticas) deben limitar la voracidad de los inversores.

En Uruguay la defensa del derecho humano a la salud está siendo cuestionada por la tabacalera Philip Morris, que no admite restricciones a la promoción de sus agentes cancerígenos. Ecuador intenta cobrar de la petrolera Chevron reparaciones por la destrucción de la selva y las comunidades indígenas. Bolivia comenzó el año nacionalizando la empresa de electricidad y Argentina ha recuperado su petróleo y su fragata escuela tras un intento de embargo por parte de fondos “buitre” que ni siquiera invirtieron un peso en el país.

Pero el consenso no se logra de un solo lado, como lo muestra el caso de las Malvinas, donde la unanimidad latinoamericana no logró una sola mención al tema en el documento, ya que Europa se solidarizó con la posición británica. La sorpresa del consenso de Santiago está en la aceptación europea de este tirón de orejas al sector empresarial, recordándole sus responsabilidades y previniendo que los derechos humanos están por encima de sus pretensiones.

Lo que sucede es que Europa no puede ser complaciente con los fondos buitre, porque mañana éstos pueden torpedear la renegociación de la deuda griega o chipriota o española. En vez de cerrar filas en torno de la defensa de las empresas españolas nacionalizadas, los países del euro quieren comprensión y apoyo para la decisión que tomaron la semana pasada de implantar un impuesto a las transacciones financieras. Incluso el conservador premier británico David Cameron, que no quiere ni oír hablar del euro o la tasa Tobin, ha dicho que “las empresas tienen que despertarse” y pagar impuestos. La opinión pública británica está indignada desde que una investigación parlamentaria demostró que Amazon, Starbucks y Google no pagan impuestos, en momentos en que todo el país sufre por las medidas de austeridad.

La diferencia entre una corporación y una persona es que los humanos tenemos derechos y éstos son inalienables. Las empresas tienen privilegios y éstos son revocables.

Roberto Bissio es Coordinador Internacional de Social Watch.