Un mundo convulsionado necesita cambios fundamentales

La pandemia de COVID-19 y las respuestas nacionales llevaron al mundo al borde de un confinamiento total. La economía y la vida social y cultural prácticamente se paralizaron en muchos lugares, se cerraron fronteras y se interrumpió el comercio. En todo el mundo, los Estados intervinieron con diferente intensidad, restringiendo las libertades de sus ciudadanos con el fin de frenar la pandemia y evitar que sus sistemas de salud colapsaran.

Las consecuencias políticas, económicos y sociales a largo plazo de la COVID-19 todavía no se pueden predecir plenamente. Sin embargo, hay indicios  de que las medidas de gran alcance tomadas para combatir la pandemia han tenido un impacto masivo en los derechos humanos y en el logro de los Objetivos de Desarrollo Sostenible (ODS) acordados a nivel internacional. La actual recesión económica mundial afecta a todos los países del mundo. El desempleo, la pobreza y el hambre han aumentado dramáticamente. Las medidas para combatir el calentamiento global y la extinción de las especies amenazadas podrían bajar aún más escalones en la lista de prioridades políticas.

La situación es aún más grave porque muchos países ya enfrentaban problemas sociales, ecológicos y económicos masivos antes de la crisis. Y estos, naturalmente, no han desaparecido. El cambio climático, con sus devastadoras consecuencias, continúa a  gran velocidad; la discriminación racial y de género sistémicas perpetúan la desigualdad y la injusticia,  y socavan la cohesión social; y el creciente número de regímenes autoritarios es un serio revés para los derechos humanos y la necesidad tan urgente de transformación socioecológica.

Además, antes del brote de coronavirus, la situación macroeconómica ya estaba deteriorada en muchos países por el círculo vicioso de deuda y políticas de austeridad que amenazaba con revertir el desarrollo económico.

Pérdidas y daños enormes, pero muy desigualmente distribuidos

Cuando el nuevo coronavirus fue detectado por primera vez en China, a finales de 2019, el gobierno decidió aislar grandes áreas para detener el contagio y claramente puso la protección de las vidas humanas en primer lugar. De las pérdidas y los daños económicos se encargarían más tarde. Luego, la mayoría de los gobiernos del mundo tomó decisiones similares uno tras otro (pero sorprendentemente no de forma colectiva) y las sociedades redujeron drásticamente  su movilidad a una escala mundial sin precedentes. Esto afectó a los países de forma diferente, en dependencia de su contexto social y económico. Las pérdidas y los daños son enormes, pero están distribuidos muy desigualmente.

El Secretario General de las Naciones Unidas, António Guterres, expresó con impactante claridad: «COVID- 19 es como los rayos X que revelan las fracturas en el frágil esqueleto de las sociedades que hemos creado.
Está exponiendo las falacias y las falsedades en todas partes: la mentira de que los mercados libres pueden proporcionar atención médica a todos; la ficción de que el trabajo de cuidados no remunerado no es trabajo; la falsa ilusión de que vivimos en un mundo que superó el racismo; el mito de que estamos todos en el mismo bote. Porque, si bien es cierto que navegamos en el mismo mar, está claro que algunos van en superyates mientras que otros se aferran a escombros a la deriva».1

Como reacción a estos problemas, protestas masivas, muchas de ellas dirigidas por mujeres, han estremecido un creciente número de países. En Ecuador, Chile, Brasil y Argentina, en la India, Egipto, el Líbano y otros muchos países, millones de personas salieron a las calles a finales de 2019 y principios de 2020. Luego, el miedo al COVID-19, así como toques de queda y otras restricciones que obligaron a las personas a quedarse en casa, vaciaron las calles de manifestantes por un tiempo. Pero después de unos meses, en muchos países, como Chile, el Líbano y EE.UU., la gente volvió a salir a las calles para protestar contra la violencia y la discriminación, el hambre y otras violaciones de los derechos humanos.

Respuesta fiscal sin precedentes

Los gobiernos y las organizaciones internacionales han respondido a las crisis económicas y de salud resultantes de la pandemia de COVID-19 con fuertes medidas fiscales y confinamientos consecuentes a gran escala. Las medidas de liquidez, los paquetes de rescate y los programas de recuperación anunciados ascienden a un total de 11 billones de USD en todo el mundo. Unos 196 países y territorios han tomado medidas políticas, aunque a muy diferente escala y alcance en función de su capacidad fiscal y su margen de acción político. Muchos países, sobre todo en el Sur Global, tienen una capacidad fiscal y un margen de acción política bastante restringidos, lo que hace poco realista que puedan implementar la Agenda 2030 y los ODS. Sin medidas multilaterales efectivas, las divergencias económicas y la desigualdad entre los países ricos y pobres crecerán considerablemente. Por lo tanto, la COVID-19 es también una llamada a la cooperación y la solidaridad internacionales.

A menudo, los programas de rescate se han usado —al menos temporalmente— para llenar los huecos financieros que existían debido a la debilidad de los sistemas de seguridad social y a la ausencia de servicios públicos efectivos. No solo los gobiernos nacionales, sino también los gobiernos locales y los proveedores de asistencia médica están enfrentando grandes retos para aliviar el impacto de la crisis. Estos tuvieron que tomar medidas de emergencia, implementar nuevos servicios para posibilitar confinamientos adecuados y contener el contagio del virus en sus comunidades. Cuando la primera fase de las medidas de apoyo contra la COVID-19 llegue a su fin, muchas ciudades se verán confrontadas con un aumento masivo de personas sin hogar y del hambre, incluso en los países con mejores condiciones económicas. Esto es un resultado de que los gobiernos pasaron muchos años liberalizando los mercados, subfinanciando y/o privatizando los servicios públicos, incluyendo la salud, y desatendiendo la vivienda social.

Incluso antes de la pandemia de COVID-19, muchos países del Sur Global ya estaban en una crisis económica caracterizada por una política fiscal contractiva, una creciente deuda pública y una política de austeridad que los hicieron más vulnerables a crisis futuras. Como resultado, la mayoría de los gobiernos enfrenta serios problemas financieros a la hora de reaccionar a la crisis actual, en parte debido a las condiciones del FMI, y por su dependencia de los mercados financieros internacionales y las agencias de calificación crediticia. Además, se ven exacerbados a causa de la fuerte disminución de los ingresos públicos por impuestos y exportaciones.

Por eso no sorprende que la respuesta fiscal a la COVID-19 es mucho más débil en los países del Sur Global que en los países del Norte Global, no solo en términos absolutos, sino también comparado con el PIB.

En la primera fase, muchos programas de emergencia lanzados por los gobiernos contra la COVID-19 contenían ciertos componentes sociales para apoyar (de manera más o menos directa) a las familias necesitadas, prevenir el desempleo y mantener a las pymes a flote. Pero ni siquiera esta enorme cantidad de dinero podía evitar el aumento global del desempleo, la pobreza y las quiebras. Las medidas temporales tuvieron, en el mejor de los casos, un efecto pasajero que se desvanecerá rápidamente cuando cese la ayuda. Así, la catástrofe social solo se retrasará un poco. Por el otro lado, los aspectos ambientales no jugaron prácticamente ningún papel en la primera fase de los programas de ayuda contra la COVID-19 y bajaron aún más en la lista de prioridades de muchos gobiernos. En su mayor parte, los paquetes de ayuda económica han ignorado los aspectos ecológicos.

En general, la primera fase de las respuestas a la COVID-19 no reconoció la demanda de muchas OSCs y sindicatos de condicionar el acceso a rescate de empresas y otros fondos públicos a la protección y empoderamiento de los trabajadores y trabajadoras, la no evasión de impuestos y el fin a las prácticas empresariales que hacen crecer la desigualdad, la crisis climática y las violaciones de los derechos humanos.

Por eso, es más importante ahora, en la segunda fase de las respuestas políticas a la pandemia, que los paquetes de estímulo económico no solo apoyen la recuperación económica, sino también promuevan el cambio estructural necesario hacia sistemas públicos de seguridad social más fuertes, mejor remuneración y más derechos de los trabajadores y trabajadoras en la economía de los cuidados, así como la transición a economías circulares, que se proponen desvincular el crecimiento del consumo de recursos materiales finitos.

Si se emplean adecuadamente, estas políticas podrían ser motores de la transformación socio-ecológica tan urgentemente necesaria, proclamada en la Agenda 2030 para el Desarrollo Sostenible.

Agenda «8 R» para el cambio sistémico

La larga cadena de desastres humanitarios, ya sean las inundaciones en el Sureste Asiático, la plaga de langostas en África Oriental, la devastadora explosión en el puerto de Beirut, los incendios incontrolables en Brasil y California o los huracanes en el Caribe, muestran que las crisis no desaparecen por la COVID-19. Por el contrario, todas ellas son resultado de un sistema disfuncional que pone el beneficio económico por encima de los derechos y el bienestar de las personas y el planeta.

Como respuesta a la crisis de COVID-19, el Foro Económico Mundial lanzó la iniciativa «El gran reinicio» (Great Reset) para remodelar el sistema a un «capitalismo de las partes interesadas» (stakeholder capitalism) y afirmó que las «inconsistencias, insuficiencias y contradicciones de muchos sistemas —desde el de salud y el financiero hasta el de energía y educación— están más expuestas que nunca».

Pero pulsar el botón de reset solo reinicia el juego sin cambiar sus reglas ni el juego en sí mismo. El botón de reinicio vacía la memoria y reinicia el (viejo) sistema, un sistema que ha demostrado que no solo no puede evitar las crisis actuales, sino que las causa.

Nosotros proponemos como alternativa la Agenda «8 R» para el cambio sistémico.

Sus ocho secciones no conforman un programa de reforma exhaustivo, sino que ilustran en pocas palabras ocho áreas problemáticas en las cuales, desde hace mucho tiempo, es necesario no solo reformar los gobiernos y la política, sino también la narrativa subyacente. Tomar medidas en estas áreas es una condición previa necesaria para progresar hacia la transformación socio-ecológica proclamada en la Agenda 2030 para el Desarrollo Sostenible.

1. Revalorar la importancia de los cuidados en las sociedades: La pandemia ha revitalizado la idea  de que existen trabajos esenciales. Los trabajos de cuidados están a la cabeza en esta lista, aunque históricamente cuentan con escaso reconocimiento, están infravalorados en la sociedad y mal pagados, y ofrecen pocos beneficios y ninguna protección.

Reconocer que los cuidados son esenciales debería fomentar el proceso de transformación socialmente deseada. Expandir democráticamente el horizonte del trabajo de cuidados igualitario, asignar recursos públicos a la infraestructura de cuidados y reconocer y fortalecer el trabajo de cuidados en las comunidades son elementos esenciales en cualquier proceso que busque una vía diferente para salir de la crisis global actual.

2. Reempoderar los servicios públicos: En todo el mundo, los trabajadores y trabajadoras de primera línea de los servicios públicos siguen recibiendo elogios y apoyo por su rol vital en la lucha contra la pandemia de COVID-19. Pero la subfinanciación y la brutalidad de las condiciones de trabajo en este sector son evitables, en tanto resultado de décadas de una erosión deliberada de los servicios públicos mediante recortes de presupuesto, privatización y falta de personal. Tenemos que garantizar que estos servicios estén bien financiados. Necesitamos un mejor sistema fiscal global para asegurar que las corporaciones y los super-ricos paguen impuestos justos y no abusen de su poder económico para ejercer influencia sobre la política pública. La notable ola de remunicipalizaciones en más de 2.400 ciudades en 58 países muestra que es posible —y cuenta con apoyo popular— devolver los servicios al control público.

3. Re-equilibrar las cadenas de suministro globales y locales: La pandemia de COVID-19 expuso una vez más la vulnerabilidad generada por la dependencia de materias primas y la dependencia excesiva de  las cadenas de suministro globales. Éstas reflejan el modelo dominante de una división global del trabajo, que no tiene en cuenta las externalidades masivas de la explotación de recursos, la degradación ambiental, el desplazamiento de comunidades y la violación de los derechos humanos y laborales. La crisis actual nos da la oportunidad de repensar y remodelar estas desequilibradas estrategias de desarrollo basadas en la exportación, desplazar el centro de gravedad de la economía mundial y tomar decisiones audaces de política pública e inversión para fortalecer economías nacionales circulares. Las tres piedras angulares de la transformación económica necesaria son un sistema alimentario local fuerte y sostenible, una mejor cooperación regional (o subregional) para superar las limitaciones de la demanda interna y reformas sistémicas del comercio internacional y de las inversiones para ampliar el espacio de acción política para la transformación.

4. Reforzar el cambio hacia la justicia climática: Dado el creciente impacto del cambio climático, que afecta desproporcionadamente a las personas pobres, sobre todo en los países en desarrollo, y una potencial expansión de la brecha de desarrollo y de la desigualdad global como resultado de esta y de otras crisis, es necesario adoptar un enfoque más equitativo para abordar el cambio climático. Particularmente, los países del Norte Global deberían empezar a reducir inmediatamente los subsidios y las inversiones para la exploración, extracción y producción de combustibles fósiles y destinarlos al 100 % a una rápida transición a la energía limpia y renovable hasta 2030. Estos países deberían escalar la financiación de la lucha contra el cambio climático a, al menos, 100 mil millones de USD para finales de 2020 e incrementarla rápidamente entre 2020 y 2030.

5. Redistribuir el poder y los recursos económicos: Los paquetes de ayuda y recuperación desplegados por los gobiernos y las instituciones internacionales son un vehículo clave para superar las desigualdades estructurales expuestas y perpetuadas por la COVID-19. A la hora de diseñar e implementar estos paquetes, los gobiernos tienen la oportunidad de empezar a derrumbar el statu quo y poner fin a la concentración del poder en las empresas y las élites. Sin embargo, la mayoría de los gobiernos está desaprovechando esta oportunidad actualmente. La redistribución es absolutamente esencial para una recuperación justa de la COVID-19, para garantizar los derechos humanos de todas las personas y para lograr los ODS. Pero, por sí sola, la redistribución no basta. También tenemos que pensar sobre cómo creamos la riqueza, los recursos y el poder en primer lugar. Al respecto, las áreas clave de la «predistribución» incluyen las políticas laborales y salariales, y la regulación de los sectores financiero y corporativo.

6. Re-regular las finanzas globales: La crisis del coronavirus y el cierre económico resultante han dejado claro que hay que tomar medidas fundamentales  de regulación financiera y reforma de la arquitectura financiera internacional. En cierta medida la crisis ha creado un nuevo impulso político para estas medidas. Un elemento esencial sería crear un mecanismo de reestructuración de las deudas soberanas. Esto requiere una institución que tome decisiones independientes y vinculantes sobre la reestructuración de la deuda soberana basadas en criterios objetivos y que sea capaz de imponerlas de manera imparcial. Para abordar los problemas de evasión de impuestos, facilitados por las jurisdicciones que aplican el secreto bancario y el injusto sistema fiscal global, se debería crear una autoridad fiscal intergubernamental —con miembros de todo el mundo y un mandato fuerte— bajo el auspicio de las Naciones Unidas.

7. Reinventar la solidaridad multilateral: La movilización del apoyo para la cooperación internacional y para la ONU tiene que empezar por volver a flexionar el arco de la gobernanza, pasando de considerar solo a los accionistas, a atender grupos de interés,  y en definitiva, titulares de derechos. Se deberían extender los estándares e indicadores de referencia existentes para medir el progreso de este cambio. Estos deberían estar a la vanguardia de un multilateralismo sólido y basado en los derechos que haga honor al significado de la palabra. La ONU debería posicionarse como abanderada de este cambio a nivel mundial y no un coordinador neutral de la participación pública y privada. Esto requiere recursos públicos previsibles y sostenibles, que se ven hoy socavados por la evasión de impuestos y los flujos financieros ilícitos y que se desvían para pagar una carga inmerecida de deuda. La condición necesaria, pero no suficiente, para lograr la solidaridad multilateral, el combustible para cambiar de dirección,  es un nuevo pacto de financiación a nivel nacional y para financiar un sistema de las Naciones Unidas imparcial, basado en valores y eficaz.

8. Redefinir la medición del desarrollo y del progreso: El objetivo 17.19 de los ODS de la Agenda 2030 llama a la comunidad internacional a «elaborar indicadores que permitan medir progresos logrados en materia de desarrollo sostenible y que complementen los utilizados para medir el producto interno bruto».

La COVID-19 ha mostrado que esto no es una sutileza estadística, sino una cuestión de vida o muerte. El ejemplo del Índice Global de Seguridad en Salud (GHSI), una herramienta analítica concebida para identificar las lagunas en la preparación contra las epidemias y las pandemias, muestra que ignorar los aspectos sociales y ambientales determinantes de la salud, y concentrarse en la infraestructura, las tecnologías avanzadas y la liberalización del sector puede conducir a una interpretación errónea y a conclusiones políticas equivocadas. El mensaje central del paradigma de desarrollo aún dominante es que los países tienen que hacerse más ricos —no más sostenibles— y que para prosperar y volverse «desarrollados» deberían seguir el consejo —y el ejemplo— de los países ricos. Debemos acabar con esta lógica de una vez por todas.

Nota:

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Compilado por Jens Martens, Global Policy Forum.

Fuente: Spotlight on Sustainable Development 2020